5 sept 2012

Por un cambio de rumbo en la política europea | Jurgen Habermas, Peter Bofinger, Julian Nida-Rümelin


La crisis del euro refleja el fracaso de una política carente de perspectiva. Al Gobierno alemán le falta el valor para superar un status quo que se ha hecho insostenible. Esa es la causa de que, a pesar de amplios programas de rescate y cumbres sobre la crisis que a estas alturas ya son casi incontables, la situación de la Eurozona haya empeorado continuamente a lo largo de los dos últimos años. Sobre Grecia, tras la debacle económica, pende la amenaza de la salida del euro, que iría vinculada a una imprevisible reacción en cadena en el resto de los Estados miembros. Italia, España y Portugal han caído en una grave recesión que constantemente empuja al alza el paro. El desfavorable desarrollo coyuntural de los países con problemas empeora la situación —de todos modos inestable— de la banca, y la creciente inseguridad respecto al futuro de la unión monetaria hace que los prestamistas cada vez sean más reacios a conceder crédito a los países con problemas. Los intereses crecientes de la deuda pública, pero también la difícil situación económica, dificultan a su vez los procesos de consolidación, que en cualquier caso no son sencillos.

Esta desestabilización que se potencia a sí misma se puede atribuir, en lo esencial, a que las estrategias para la superación de la crisis no han traspasado el umbral de profundizar las instituciones europeas. El hecho de que no haya hecho más que agudizarse —durante estos años en los que se han ensayado soluciones graduales mal concebidas— pone de manifiesto la falta de capacidad para fijar el rumbo político.
No obstante, la justificación de dar un gran paso hacia la integración no deriva únicamente de la crisis actual de la Eurozona, sino también, y en igual medida, de la necesidad de, mediante una autocapacitación de la política, volver a meter en cintura el desorden del fantasmal universo paralelo que los bancos de inversión y fondos de riesgo han construido al lado de la economía real, productora de bienes y servicios. Las medidas que se requieren son patentes. Pero no se ponen en marcha porque, por un lado, su implementación en el marco de los Estados nacionales tendría consecuencias contraproductivas y, por otro, porque las intenciones regulatorias acordadas en 2008 en la primera cumbre del G-20 en Londres requerirían una actuación coordinada en un nivel mundial que hasta el momento ha fracasado por la fragmentación política de la comunidad de Estados.
Una potencia económica tan grande como la UE, o incluso al menos la Eurozona, podría adoptar una función de vanguardia a este respecto. Solo con una profundización clara de la integración puede mantenerse una moneda común sin que se requiera una inacabable cadena de medidas de auxilio que, a largo plazo, desbordarían la solidaridad de los Estados europeos de la Unión Monetaria tanto por parte de los países donantes como de los países receptores. Sin embargo, para ello es inevitable una transferencia de soberanía a las instituciones europeas, con el fin de imponer de forma efectiva la disciplina fiscal, garantizando además un sistema financiero estable. Al mismo tiempo se requiere una coordinación reforzada de las políticas financieras, económicas y sociales de los países miembros, con el objetivo de compensar los desequilibrios estructurales en el espacio monetario común.
Los problemas actuales
El agravamiento de la crisis muestra que la estrategia impuesta hasta ahora por el Gobierno alemán se basa en un diagnóstico equivocado. La crisis actual tampoco es una crisis de deuda específica de Europa. En comparación con los espacios económicos de EE UU y Japón, el de la UE —y dentro de la UE, la Eurozona— es el menos endeudado. La crisis es una crisis de refinanciación de determinados Estados de la Eurozona, que en primer término se debe a un insuficiente aseguramiento institucional de la moneda común.
La escalada de la crisis pone de manifiesto que los enfoques que hasta el momento se han ensayado para solucionarla han sido insuficientes. Por tanto, hay que temer que la Unión Monetaria, sin un cambio fundamental de estrategia, no sobrevivirá largo tiempo en su forma actual. El punto de partida para un replanteamiento conceptual es un diagnóstico claro de las causas de la crisis. El Gobierno alemán parece partir de que los problemas, en lo esencial, han sido causados por una deficiente disciplina fiscal en el plano nacional y que hay que buscar la solución, en primera instancia, en una política consecuente de ahorro de cada uno de los países. Institucionalmente, este enfoque debe asegurarse mediante normas fiscales más estrictas y, de forma complementaria, a través de unos paraguas de rescate limitados y sujetos a condiciones, que obliguen a los países afectados a una drástica política de austeridad.
De hecho, esta política debilita la capacidad económica e incrementa el desempleo. Hasta ahora, los países con problemas —pese a una política de ahorro extraordinariamente estricta en una comparación internacional y a múltiples reformas estructurales— no han conseguido limitar a un nivel tolerable sus costes de refinanciación. Los desarrollos de los últimos meses, por tanto, apuntan a que el diagnóstico y la terapia del Gobierno alemán fueron excesivamente unidimensionales desde el principio. La crisis no es atribuible en exclusiva a que los países hayan actuado de forma equivocada, sino, en gran medida, a problemas sistémicos. Y estos no pueden solucionarse mediante esfuerzos en el plano nacional; requieren una respuesta sistémica.
Solo mediante la cobertura comunitaria de los créditos públicos de la zona euro puede eliminarse, o al menos limitarse, el riesgo de insolvencia individual de un país, inherente a la actual inestabilidad de los mercados financieros. En cualquier caso, hay que tomar muy en serio la objeción de que de este modo podrían ofrecerse incentivos erróneos. Y a ella solo puede replicarse que la cobertura comunitaria ha de ir de la mano de un estricto control comunitario de los presupuestos nacionales. Pero el grado de control fiscal que requiere una cobertura comunitaria no puede alcanzarse a través de reglas acordadas en tratados en el marco de la soberanía nacional.
La alternativa
Solo hay dos estrategias coherentes en sí mismas para solucionar la crisis actual: el retorno a las monedas nacionales en toda la UE, que expondría a cada uno de los países a las oscilaciones imprevisibles de unos mercados de divisas altamente especulativos, o el afianzamiento institucional de una política fiscal, económica y social común en la zona euro, con el objetivo ulterior de recuperar la perdida capacidad de acción de la política frente a los imperativos de los mercados en el plano transnacional. De una perspectiva que trascienda la crisis actual depende también la promesa de una “Europa social”. Porque solo un núcleo europeo políticamente unido tiene la posibilidad de revertir el proceso, ya avanzado, de transformación de una democracia social y estatal de ciudadanos en una fachada de democracia sometida a los mercados. Aunque solo fuera por el engarce en esta perspectiva más amplia, ha de preferirse la segunda opción.
Si se quiere evitar el retorno al nacionalismo monetario, así como una crisis permanente del euro, debe darse ahora el paso que se omitió al introducir la moneda común: poner las agujas apuntando a la vía de una unión política, en primer lugar en el núcleo europeo de los 17 países miembros de la Unión Monetaria Europea.
Lo que nosotros defendemos es que no se enmascare nada: quien quiera mantenerse en la moneda común debe apoyar también una responsabilidad común, debe contribuir a superar el déficit institucional en la Eurozona. El encanto de la propuesta rechazada por el Gobierno alemán de que un comité de expertos examine la forma de establecer un fondo de liquidación de deudas residía precisamente en que, instaurando de forma abierta una responsabilidad común, se ponía fin a la ilusión de que cada uno de los Estados mantenía su soberanía. En todo caso, sería más consecuente mancomunar el límite de endeudamiento ya establecido en el marco de los criterios de Maastricht, es decir, hasta el 60% del PIB, y no el porcentaje que supere ese techo.
Mientras los Gobiernos no digan a las claras qué es lo que, de hecho, están haciendo, seguirán vaciando aún más los débiles fundamentos democráticos de la Unión Europea. El grito de batalla de la lucha por la independencia de EE UU (“no taxation without representation” [ningún impuesto sin representación) encuentra hoy una inesperada lectura: tan pronto como creemos en la Eurozona el espacio para políticas con efectos redistributivos que trasciendan las fronteras nacionales, deberá haber también un legislador europeo que represente a los ciudadanos (directamente por encima del Parlamento Europeo e indirectamente sobre el Consejo) y que pueda decidir respecto a esas políticas. De otro modo conculcamos el principio de que el legislador que debe decidir sobre la distribución de los presupuestos estatales sea idéntico al legislador democráticamente elegido que recaude los impuestos que nutren esos presupuestos.
Los pueblos tienen la palabra En cualquier caso, la memoria histórica de la unificación del imperio alemán, impuesta dinásticamente a numerosas zonas del país, debería servirnos como advertencia. Los mercados no pueden ser ahora aplacados con constructos complicados y poco transparentes mientras los Gobiernos aceptan en silencio que se eche sobre sus pueblos un poder ejecutivo emancipado. Llegados a este punto, los propios pueblos deben tomar la palabra. La República Federal Alemana, como representante del mayor “país donante” en el Consejo, debe tomar la iniciativa para que se decida convocar una asamblea constituyente. Solo por esta vía podría superarse el inevitable desfase temporal entre las medidas económicas a tomar con carácter inmediato, imprescindibles, pero revocables, y la legitimación que, llegado el caso, debería recobrarse. Si los referendos tuvieran un resultado positivo, las naciones de Europa podrían recuperar, en un plano europeo, la soberanía que “los mercados” hace tiempo que les han robado.
La estrategia de modificación de los Tratados apunta a la fundación de una zona monetaria políticamente unificada que constituya el núcleo europeo, abierta al acceso de otros países de la UE, en especial a Polonia. Esto requiere claras ideas político-constitucionales acerca de cómo debe ser una democracia supranacional que permita un Gobierno común sin adoptar la forma de un Estado federal. El Estado federal es un modelo erróneo y excede el grado de solidaridad admisible por pueblos europeos históricamente independientes. La profundización, hoy necesaria, de las instituciones podría ser regida por la idea de que un núcleo europeo democrático ha de representar a la totalidad de los ciudadanos de los Estados miembros de la Unión Monetaria Europea, pero a cada uno de ellos en su doble cualidad de ciudadano directamente participante de la Unión reformada, por un lado, y, por otro, como miembro indirectamente participante de una de las naciones europeas participantes.
No puede excluirse que el Tribunal Constitucional alemán prive a los partidos políticos de la iniciativa ordenando que se celebre un plebiscito para la reforma de la Constitución. En ese caso, estos no podrían seguir eludiendo tomar posición respecto a la alternativa hasta ahora enmascarada. Llegados a ese punto ya no parecería ilusoria una iniciativa apoyada por el Partido Socialdemócrata, la Unión Demócrata Cristiana y Los Verdes para la instauración de una asamblea constituyente, sobre cuyos resultados pudiera votarse simultáneamente (pero no antes de que transcurra el próximo periodo electoral) con el plebiscito constitucional. Respecto a la República Federal Alemana, consideramos esperanzador que una alianza de partidos, en el curso de este proceso inédito de formación de la voluntad y la opinión públicas respecto a una alternativa de política europea, fuera capaz de convencer a la mayoría de los electores de las ventajas de una unión política.
La justicia vulnerada
Esta crisis que dura ya cuatro años ha desencadenado un impulso tematizador que dirige la atención de la opinión pública nacional, como nunca antes, a las cuestiones europeas. De ese modo se ha despertado la conciencia de la necesidad de regular los mercados financieros y superar los desequilibrios de la Eurozona. Por primera vez en la historia del capitalismo, una crisis desencadenada por el sector más avanzado, la banca, podría ser atajada únicamente de forma que los Gobiernos pusieran a sus ciudadanos en el papel de contribuyentes que pagan los daños originados. Con esto se ha traspasado un límite entre procesos sistémicos y procesos propios del mundo de la vida. Y eso es algo que, con razón, indigna a los ciudadanos. El tan extendido sentimiento de justicia vulnerada se explica por el hecho de que, en la percepción de los ciudadanos, procesos anónimos de los mercados han adquirido una dimensión política inmediata. Este sentimiento se vincula a la ira, abierta o contenida, que causa la propia impotencia. A él debería oponérsele una política orientada a la autocapacitación.
Una discusión sobre la finalidad del proceso de unificación ofrecería la oportunidad de ampliar el foco del debate público, hasta ahora restringido a cuestiones económicas. La percepción del desplazamiento geopolítico del poder de Occidente a Oriente y la sensación de una transformación de la relación con EE UU sitúan en una luz distinta las ventajas sinérgicas de la unificación europea. En el mundo poscolonial, el papel de Europa no solo ha cambiado en lo que respecta a la cuestionable reputación de las antiguas potencias imperiales, por no hablar del Holocausto. También las proyecciones estadísticas auguran a Europa el destino de un continente de población menguante, peso económico decreciente e importancia política en disminución. Las poblaciones europeas deben aprender que, en este momento, solo de forma conjunta pueden afirmar su modelo de sociedad apoyado en un Estado social y la diversidad de Estados nacionales de sus culturas. Deben aunar sus fuerzas si quieren seguir siendo influyentes en la agenda de la política mundial y en la solución de los problemas globales. La renuncia a la unificación europea sería una despedida de la historia mundial.


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