4 jun 2012

Superficialidades kantianas | Joaquín Trujillo Silva


Se cree que en remotos tiempos los seres humanos vivían sin creerse seres humanos, sin otorgarse a sí mismos ese fuero que los eleva por sobre otras especies; en otras palabras, vivían sin distinguirse del mundo. Es más, vivían —según esta teoría— sin esa palabra “Mundo” que nombra negligentemente al conjunto revuelto de peras, manzanas y otras millones de cosas que apenas tienen entre sí algo en común. Los seres humanos han dado nombre a tantas cosas, y en eso les han dado el apellido de “cosas”. Ellos, sin embargo, que son la Casa Real de la naturaleza, —la cúspide de la Evolución— se han alejado tanto de sus remotos parientes, los han ninguneado tan a menudo, llamándolos cosas, sepultándolos en la fosa común del Mundo, que ciertos seres primigenios—esos ancestros comunes a casi todo— han reaccionado y han decidido poner las “cosas” —¡uy, nuevamente!— en su sitio.

¿Dónde ha ocurrido este acontecimiento? En un poema de la recientemente difunta polaca Wislawa Szymborska, quien —quizás a nombre propio, quizás a nombre de la humanidad— intentó restablecer relaciones son uno de estos seres antaño vivos y hoy “inertes”, según el así llamado “Derecho Romano de las cosas”. Como poeta supo escuchar la respuesta, y en tanto alfabetizada la puso poner por escrito a fin que los sordos nos enterásemos. Leámoslo, por lo tanto, en esta traducción de Andrei Langa.

CONVERSACIÓN CON UNA PIEDRA
de Sal (1962)


Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.
Quiero penetrar en tu interior,
echar un vistazo,
respirarte.

-Vete -dice la piedra-.
Estoy herméticamente cerrada.
Incluso hecha añicos,
sería añicos cerrados.
Incluso hecha polvo,
sería polvo cerrado.

Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.
Vengo por mera curiosidad.
Sólo la vida permite satisfacerla.
Quisiera pasearme por tu palacio,
y luego visitar una hoja y una gota de agua.
No me queda mucho tiempo.
Mi mortalidad debería ablandarte.

-Soy de piedra –dice la piedra-
Imposible perturbar mi seriedad.
Vete,
no tengo músculos risorios.
Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.
Me han dicho que encierras salas enormes y vacías,
nunca vistas y bellas en vano,
mudas, donde nunca han retumbado los pasos de nadie.
Confiésalo: ni tú misma lo sabías.

-Salas enormes y vacías –dice la piedra-.
Pero no hay espacio disponible.
Bellas, quizá, pero no para el gusto
de tus limitados sentidos.
Puedes verme pero nunca catarme.
Mi superficie te da la cara,
pero mi interior te vuelve la espalda.

Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.
En ti no busco refugio para la eternidad.
No soy desdichado.
Ni carezco de techo.
Mi mundo merece el regreso.
Quiero entrar y salir con las manos vacías.
La prueba de haber estado en ti
se limitará a mis palabras
en las que nadie creerá.

-No entrarás –dice la piedra-.
Te falta el sentido de la participación.
Y no existe otro sentido que pueda sustituirlo.
Incluso la vista omnividente
te resultará inútil si eres incapaz de participar.
No entrarás; ese sentido, en ti, es sólo deseo,
mero intento, vaga fantasía.

Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar mil siglos
para entrar en tus paredes.

-Si no crees en mis palabras –dice la piedra-,
acude a la hoja, que te dirá lo mismo que yo,
o a la gota de agua, que te dirá lo mismo que la hoja.
Pregunta también a un cabello de tu cabeza.
Estoy a punto de reír a carcajadas,
de reír como mi naturaleza me impide reír.

Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.

-No tengo puerta –dice la piedra.



Rudolf Steiner —en uno de sus instantes lúcidos— sostuvo que en sus inicios los seres humanos vivían entre la vigilia y el sueño incapaces de distinguir dónde empezaba un estado y terminaba el otro. En esta incapacidad se hallaba una fortaleza. Que los sueños sean parte de la vida misma y no meros desperdicios resultantes de la actividad cerebral, nos sugiere que el ser humano está participando de los elementos. Siguiendo de cerca esta atractiva tesis, puede decirse que la defragmentación de los seres humanos comienza cuando categorizan excesivamente, cuando se exilian de la existencia para relacionarse con ella a propósito de sus superficies, en suma, cuando despiertan de un álgido sueño diciendo más calmados: “¡Uf! Era un sueño”. Ya no se podrá recorrer el palacio interior de la piedra. Habrá, en cambio, que contactarse con los exteriores de “las cosas”.

Sin embargo, nunca Szymborska nos dice tal cosa. Nunca nos dice que la piedra dijo, en esta conversación con una piedra, que el ser humano haya huido de los palacios interiores de las piedras, hojas y cabellos. No habla de una pérdida al modo de las ensoñaciones del romanticismo tardío, no nos habla de un antiguo caserón familiar demolido por despiadadas inmobiliarias. Nos habla, simplemente, de la hostilidad de la piedra. No es que los seres humanos hayan sido excluidos, marginados a vivir las superficialidades de la superficie y a imaginar categóricamente los interiores. No se ha roto un remoto vínculo de familia. Los seres humanos solo pueden ser quienes son en esta superficie. Como insistiría durante su vida el escritor húngaro Dezső Kosztolányi, la diversidad de la existencia —y por ende, su belleza— refulge en la iluminada superficie. La existencia misma, la existencia final, los fundamentos del ser son sectores abisales donde los peces no desarrollan el sentido de la vista. Contraria a nuestra hipótesis primera, hay que decir que seres humanos y piedras pertenecen a distintos universos, universos que han colisionado formando un mismo paisaje donde se encuentran sólo a fin de rehuirse.

Ahora —no nos olvidemos— Kant habló de otro tipo de piedra, o mejor dicho, habló otra cosa. Habló de una cosa inaccesible, una especie de inmensa piedra sobre cuya superficie fenoménica acontecían las experiencias de los seres humanos. La Cosa en Sí. Cuando se quiso compelerlo a definir esta cosa en sí, esta piedra de corredores sin acceso, Kant calló. Cuando se dijo que tal cosa en sí, tal piedra, era innecesaria, un agregado inútil a su sistema, Kant se negó a aceptarlo. El Idealismo Alemán asedió sistemáticamente este inmenso peñón como a un castillo inmemorial. En la necesidad de un plano, se lo definió y redefinió. Al final, exhaustos sus asediadores, decretaron la inexistencia de esta piedra, la cual, con todo, lejos de desaparecer, quedó reducida a una piedra en el zapato de la filosofía. Muchas conversaciones ha habido con la piedra. La piedra existe, está clausurada y a veces responde para expulsarnos. No de su superficie. No nos invita a pasar porque es inhumana. La piedra no sabe de formas, de buenas maneras. No sabe reír, ni siquiera sonreír por cortesía. No es recomendable conversar con piedras. Si la piedra se ablandara estaría viva, y si llegase a vivir, a acaso correría el riesgo de volverse de piedra. En su versión de la mujer de Lot, Szymborska dirá, a nombre de esta habitante de Sodoma, que ella miró atrás por mil y un motivos, todos muy distintos a la mera desobediencia. Las hojas y los cabellos.

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