4 jun 2012

Cinco mitos sobre la era de la información | Robert Darnton


La actual confusión sobre la naturaleza de la llamada era de la información ha desembocado en un estado de falsa conciencia colectiva. Es una falta de uno pero un problema de todos, pues al tratar de orientarnos en el espacio cibernético con frecuencia hacemos las cosas mal; y los errores se esparcen tan rápidamente que se van sin respuesta. Tomados en conjunto, constituyen una fuente de no-sabiduría proverbial. Destacan cinco:

1. “El libro está muerto”. Error: cada año se imprimen más libros que durante el año anterior. En 2011 aparecieron un millón de nuevos títulos a escala mundial. En un solo día se publicaron 800 nuevas obras en Inglaterra —durante el “Supermartes”, el 1 de octubre de 2011—. Entre los números más recientes para Estados Unidos están los de 2009, y en ellos no se diferencian los libros nuevos y las nuevas ediciones de libros viejos. Pero el número total, 288 mil 355, sugiere un mercado sano, y es probable que sea mucho mayor el crecimiento en 2010 y en 2011. Más aún, estas cifras, suministradas por Bowker, no incluyen la explosión en la producción de libros “no tradicionales”: otros 764 mil 448 títulos producidos por los propios autores y el “micronicho” de empresas que imprimen por solicitud (print-on-demand). La producción de nuevos títulos en el Reino Unido se ha incrementado casi un 40 por ciento desde 2001. El negocio del libro florece en países en desarrollo como China y Brasil. Como quiera que se le mida, la población de libros crece, no decrece, y ciertamente no muere.

2. “Hemos accedido a la era de la información”. Es común que este aviso se entone con solemnidad como si en otras eras no hubiera existido la información. Pero cada una de las eras ha sido una era de la información, cada cual a su manera y según los medios de comunicación asequibles en el momento. Nadie negaría que hoy las formas de comunicación cambian con rapidez, acaso tan rápido como en el tiempo de Gutenberg, pero es erróneo interpretar ese cambio como inaudito.

3. “Toda la información hoy está en línea”. El absurdo de este aserto resulta obvio para quien quiera que haya realizado investigación en archivo. Si sólo una pequeña fracción del material archivístico alguna vez se ha leído, es mucho menor el que se ha digitalizado. La vasta producción de regulaciones e informes de los organismos públicos permanecen en buena medida inéditos. La mayoría de las decisiones judiciales y de las legislaciones han llegado a la red pero siguen estando fuera del alcance de los ciudadanos a los que afectan, salvo para aquellos que están dispuestos a pagar. Google calcula que en el mundo existen 129 millones 864 mil 880 libros diferentes y sostiene que de ellos ha digitalizado 15 millones, o un 12 por ciento. ¿Cómo reducirá la brecha cuando la producción sigue expandiéndose a razón de un millón de obras nuevas cada año? ¿Y cómo se logrará que la información en formatos no impresos llegue en masa a estar en línea? La mitad de todas las películas realizadas antes de 1940 desaparecieron sin dejar rastro. ¿Qué porcentaje sobrevivirá del actual material audiovisual, aun cuando logre una aparición fugaz en la red? A pesar de los esfuerzos por conservar los millones de mensajes intercambiados por medio de blogs, correos electrónicos y aparatos manuales, la mayor parte del flujo de la información diaria desaparece. Los textos digitales se degradan con mayor facilidad que las palabras impresas sobre papel. Brewster Kahle, el creador de Internet Archive, calculaba en 1997 que el promedio de vida de un URL [Uniform Resource Locator: Localizador Uniforme de Recursos] era de 44 días. No sólo la mayor parte de la información no aparece en línea, sino que la mayoría de la información que alguna vez apareció es probable que ya se haya perdido.

4. “Las bibliotecas son obsoletas”. Por todo el país los bibliotecarios informan que nunca han tenido tantos clientes. En Harvard están llenas nuestras salas de lectura. Las 85 bibliotecas filiales del sistema de la Biblioteca Pública de Nueva York están colmadas de gente. Ofrecen libros, videos y otros materiales, como de costumbre; pero también realizan nuevas funciones: acceso a la información para pequeños negocios, ayuda en tareas y actividades extraescolares para niños entre cuatro y 12 años, e información laboral para quienes buscan trabajo —la desaparición de los avisos de trabajo en los periódicos impresos ha vuelto crucial los servicios en línea de la biblioteca para los desempleados—. Los bibliotecarios responden a las necesidades de sus clientes de muchas nuevas maneras, sobre todo guiándolos por las zonas ignotas del espacio cibernético hasta llegar a materiales digitales relevantes y confiables. Las bibliotecas nunca fueron bodegas de libros. Al mismo tiempo que en el futuro seguirán ofreciendo libros, han de funcionar como centros nerviosos para comunicar información digitalizada tanto en el ámbito vecinal como en los campus del colegio.

5. “El futuro es digital”. Muy cierto, pero erróneo. En 10, 20 o 50 años el medio ambiente informativo será mayoritariamente digital, pero la preponderancia de la comunicación electrónica no quiere decir que el material impreso deje de ser relevante. La investigación en la disciplina relativamente nueva de la historia del libro ha demostrado que las nuevas formas de comunicación no desplazan a las viejas, al menos no en el corto plazo. La publicación en forma manuscrita se amplió de hecho después de Gutenberg y continuó prosperando durante los tres siglos siguientes. La radio no destruyó al periódico; la televisión no mató a la radio; y la internet no acabó con la televisión. En cada caso, el medio ambiente informativo se volvió más rico y complejo. Esto es lo que experimentamos en esta fase crucial de transición hacia una ecología predominantemente digital.

Menciono estos errores porque me parece que estorban al entendimiento de los cambios en el medio ambiente de la información. Ellos hacen que los cambios se vean más drásticos. Presentan las cosas al margen de la historia y en alto contraste: antes y después, y/o blanco y negro. Una visión más matizada rechazaría la idea más común de que los libros viejos y los libros electrónicos ocupan extremos opuestos y antagónicos en un espectro tecnológico. Hay que pensar a los libros viejos y a los libros electrónicos como aliados, no como enemigos. Para ilustrar este alegato quisiera plantear algunas breves consideraciones sobre el negocio del libro, la lectura y la escritura en Estados Unidos. 

En 2010 se duplicó la venta de libros electrónicos (textos digitalizados para lectores manuales), lo que representa un 10 por ciento de las ventas en el mercado del libro. Se esperaba que en 2011 la venta se volviera a duplicar, hasta alcanzar al menos 20 por ciento. Las estadísticas son ambiguas: gracias al éxito de su lector electrónico Kindle, hoy en día Amazon vende más libros electrónicos que impresos. Pero hay algunas indicaciones relativas a que la venta de los libros impresos también podría ir en aumento. El entusiasmo por los libros electrónicos pudo haber estimulado la lectura en general, y el mercado en su totalidad parece estar creciendo. Nuevas máquinas de libro, que operan como los cajeros automáticos, han fortalecido esta tendencia. Un cliente entra a una librería y ordena un texto digitalizado desde una computadora. El texto se descarga en la máquina de libros, lo imprime y lo entrega en forma de libro a la rústica en cuatro minutos. Esta versión de print-on-demand muestra cómo el anticuado códice impreso puede tener una nueva vida por medio de la adaptación de la tecnología electrónica.

Muchos de nosotros nos preocupamos por una disminución de la lectura profunda, reflexiva, de una tapa a la otra. Deploramos el cambio a la lectura de blogs, fragmentos y tweets. En el caso de la investigación, podríamos conceder que tienen sus ventajas los buscadores de palabras, pero nos rehusamos a creer que puedan llevar al tipo de comprensión que viene con el estudio continuo de todo un libro. Sin embargo, es cierto que ha disminuido la lectura a profundidad —¿o que siempre prevaleció?—. Los estudios de Kevin Sharpe, Lisa Jardine y Anthony Grafton demuestran que los humanistas en los siglos XVI y XVII muchas veces leían de manera discontinua, en busca de fragmentos que se pudieran emplear en el toma y daca de las batallas retóricas de la corte o como cápsulas de sabiduría dignas de ser anotadas en los libros de lugares comunes para su consulta fuera de contexto.

En estudios de la cultura entre la gente común y corriente, Richard Hoggarth y Michael de Certeau enfatizaron el aspecto positivo de leer de manera intermitente y en pequeñas dosis. Los lectores comunes y corrientes, tal como ellos los entienden, a su manera se apropian de los libros (chapbooks y novelas populares incluidos), confiriéndoles el significado que mejor cuadre a sus propias luces. Lejos de ser pasivos, tales lectores, según De Certeau, actúan como “carteristas”, sacándole un significado a lo que les llegue.

La escritura luce tan mal como la lectura para aquellos que no ven otra cosa más que descenso con la llegada de internet. Tal como lo dice uno de los lamentos: los libros se solían escribir para el lector común; ahora los escriben los lectores comunes. Es verdad que internet ha estimulado la autopublicación, ¿por qué habría de deplorarse? Muchos escritores que tienen cosas importantes que decir no han logrado llegar al impreso; y quien quiera que encuentre poco valor en sus obras lo puede ignorar. La versión en línea de la prensa de vanidades acaso contribuya a la sobrecarga de la información general, pero los editores profesionales darán alivio a ese problema al seguir haciendo lo que siempre han hecho: elegir, editar, diseñar y comercializar las mejores obras. Tendrán que adaptar sus habilidades a la internet, pero ya lo están haciendo, y pueden aprovechar las nuevas posibilidades que ofrece la nueva tecnología.

Si se me permite citar un ejemplo de mi propia experiencia, hace poco publiqué un libro con un suplemento electrónico, Poesía y policía. Las redes de comunicación en el París del siglo XVIII. El libro describe cómo las canciones callejeras movilizaron a la opinión pública en una sociedad en buena medida analfabeta. Todos los días los parisinos improvisaban nuevas letras a canciones conocidas y las canciones las llevó el viento con tal fuerza que precipitaron una crisis política en 1749. Pero ¿cómo fue que las melodías modularon el sentido de las canciones? Tras localizar la anotación musical de una docena de canciones, le solicité a una artista de cabaret, Hélène Delavault, que las grabara para el suplemento electrónico. El lector puede así estudiar el texto de las canciones en el libro al tiempo que las escucha en línea. El ingrediente electrónico de un códice anticuado hace posible explorar una nueva dimensión del pasado al capturar sus sonidos.

Se podrían citar otros ejemplos de cómo la nueva tecnología fortalece las viejas formas de comunicación en lugar de minarlas. No pretendo minimizar las dificultades que enfrentan autores, editores y lectores, pero creo que una reflexión informada con ayuda de la historia podría disipar los errores que nos impiden sacar el mayor provecho a la “era de la información”, si así la tenemos que llamar.


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