8 may 2012

La democracia incumple su espíritu | Entrevista a Tzvetan Todorov por Juan Cruz


Tzvetan Todorov nació en Sofía, Bulgaria, en 1939, vive en Francia desde 1963 y es un gran lingüista que en las últimas décadas se ha dedicado a mirar heridas sobre las que el mundo se pregunta poco. Ahora le ha tocado hurgar en la democracia: ¿es tan buena como parece?, ¿hace siempre el bien?, ¿no será que disfraza de bien el mal en ocasiones? ¿Se siente legitimada, como Napoleón, para causar los desastres de la guerra que invoca Goya (sobre el que ha escrito un libro) en nombre de la ilustración democrática que predica? El libro en el que lanza estas preguntas es Los enemigos íntimos de la democracia (Galaxia Gutenberg) y produce desasosiego. Todorov se muestra ahí como si estuviera descubriendo ángulos oscuros en un cuarto en el que advierte que el mejor juguete está roto. Y actúa como el niño del cuento El rey desnudo.
Pregunta. Dice que nuestro tiempo se caracteriza por el proceso de civilización, pero ilustra un estado de embrutecimiento. ¿Cuál era su estado de ánimo al escribir este libro?
Respuesta. Creo que mi estado de ánimo era diferente del que tuve al escribir mis libros anteriores sobre temática política. En esos otros libros mi postura siempre fue la de defender la democracia contra sus enemigos. Como provengo de una parte del mundo que se oponía a la democracia y yo consideraba eso el mal, desde que vivo en Francia siempre preferí la democracia. Sin embargo, ya llevo dos tercios de mi vida aquí y me he dado cuenta de que, con el tiempo, me he vuelto cada vez más crítico con la democracia. No porque esté en contra de sus principios, sino porque creo que esos principios están pervertidos y que no vivimos verdaderamente en una democracia. Por eso me sentí identificado con las palabras que gritaban los indignados en España: “¡Democracia real ya!”. Estuve en Santander, en los cursos de verano, y entonces hubo muchas manifestaciones y me chocó. Me di cuenta de lo diferente que era Europa cuando emigré y ahora. Antes lo que gritaba la gente joven era: “¡Revolución ya!”. Y años más tarde lo que piden es: “Democracia ya”. Esto es muy significativo. Quiere decir que la democracia ya no está presente. Es aún un ideal por el que se tiene que luchar.
P. Y eso marca su pensamiento.
R. Lo que sentí al escribir este libro era que tenía que azuzar a mis contemporáneos. A pesar de que no es un ataque a la democracia (ni soy comunista ni un terrorista islámico), sentía la necesidad de decirles que la democracia no cumple con sus promesas. Intenté demostrar que la democracia en la que vivimos hoy día es contraria al espíritu real de la democracia.
P. Usted dice que los indignados siguen buscando una fórmula. ¿Usted realmente cree que hay un remedio? ¿Cuál es la enfermedad?
R. Creo que hay muchas enfermedades, pero no hablo de todas. Como ciudadano individual soy más sensible a unas que a otras. Algunas ni siquiera tienen que ver con la vida diaria, sino con la situación geopolítica. Esto es lo que me enfurece más. España por lo menos es más moderada en sus posturas internacionales…, ¡pero Francia! Estamos viviendo un momento de la historia en que nos creemos que somos la encarnación perfecta de la democracia. Consideramos legítimo trasladarnos a otros países e imponer democracia a la fuerza. Goya, en Los desastres de la guerra, no solo ataca a los invasores franceses, sino que demuestra las consecuencias de la guerra. La guerra es más poderosa que las razones por las que se va a la guerra. Hoy casi todas las guerras que lidera Occidente se presentan como si fueran humanitarias. Sentimos que se debe llevar la democracia allí donde sentimos su falta.
P. Lo que hizo Napoleón.
R. Es para mí muy importante insistir en que esta actitud es la continuación del convencimiento francés de que, creyéndose la mejor civilización, podía invadir España, Alemania, Italia, Egipto… Y lo mismo sirve para los demás países europeos que han invadido África y Asia. Eso es lo que yo llamo mesianismo político. Es una perversión muy peligrosa de la democracia. Decimos que es en nombre de la democracia, pero resulta que al final acabamos creando situaciones como Abu Graib o Guantánamo, levantando fronteras aquí y allá. Esta es una de las mayores perversiones existentes en la geopolítica actual. Pero en mi libro menciono dos enfermedades importantes de la democracia. La otra es la dominación neoliberal que destruye el frágil equilibrio de los fundamentos de la democracia, que son la libertad individual y la preocupación por el bien común. En la última década se ha desarrollado una ideología nueva que rompe con eso. Pretendemos que el único rol del Estado es desmantelar todas las legislaciones que protegen a los trabajadores para darles lo que se les antoja a los reyes de la economía. El poder no tiene límite. Sin embargo, una de las fórmulas de la democracia la dio Montesquieu: ningún poder ilimitado puede ser legítimo.
P. Ahora el poder económico es el que importa.
R. Y si el poder político se pone a las órdenes del poder económico estamos perdidos. Nos estamos volviendo igual de radicales que el totalitarismo comunista, ese en el que todo está dominado por el interés colectivo y no queda nada para la iniciativa personal. Nuestro sistema es igual de radical, pero al revés. Está dominado por el interés personal y ninguna intervención del Estado trabaja en nombre del interés colectivo. Eso que llamamos el Estado de bienestar. Pero los gurús dicen que aquello es mejor para la economía. Como si las personas no importaran.
P. Ha pasado en Italia y en Grecia: el poder político está en manos de exbanqueros que no han sido elegidos democráticamente. ¿Cómo puede ocurrir esto en Europa?
R. Efectivamente, ¿cómo? Y esto nos lleva a hablar del tema de los remedios que hay que administrar a las enfermedades íntimas de la democracia. En Grecia, el Gobierno elegido democráticamente fue reemplazado por un banquero. Lo mismo ocurrió con Monti en Italia, que vino de trabajar para los grandes bancos de Nueva York. En España, aunque hemos asistido a un cambio de la izquierda a la derecha, el primer ministro ha obedecido enseguida las normas que le ha impuesto el FMI. Etcétera. De hecho, las economías europeas están “hiperpenetrándose” y el único cambio que puede venir es de la Unión Europea. Aunque esto será difícil porque hoy día la UE está dirigida por los Gobiernos más poderosos de la Unión y no por un parlamento elegido.
P. Europa ya no es la mejor idea.
R. A mi gran pesar, la Unión Europea no es una entidad democrática ni política. Hace falta una crisis aún mayor para que obliguemos a la Unión Europea a ser mejor. ¿Qué podemos hacer? Primero, debemos ganar la batalla de la opinión pública. Mi libro va encaminado hacia ello y espero que haya más aportaciones. Hay que concienciar a la gente de que hay que cambiar, que hay mejores formas de resistencia a los poderes del mercado. ¿Por qué creemos ciegamente en gente que solo piensa en sus intereses personales? ¿Por qué creemos que ellos tienen la mejor solución?
P. Parece que ahora, para encontrar soluciones, es preferible ir a los mercados que al Parlamento.
R. Pero si pensamos eso, estamos fuera de la democracia. El poder político controla los demás. Hay que dar poder a las personas. Ese es el significado de la democracia. En lugar de que el poder esté en manos de la comunidad, y a favor de ella, es la tiranía de unos cuantos. Mire lo que ocurrió en Estados Unidos, donde el presidente no pudo imponer ni una reforma sanitaria porque las aseguradoras se organizaron y crearon tal resistencia que pudieron acabar con la iniciativa. Ya no existe la regla básica de la democracia, que ningún poder absoluto debe ser legítimo. Pero las corporaciones tienen el poder absoluto. Pueden comprarle la elección a un senador. Y esto es muy peligroso porque se convierte en plutocracia.
P. En sus reflexiones sobre las guerras que impone Occidente, usted se detiene en la aberración de la tortura, presentada por Estados Unidos, por ejemplo, como una posibilidad de atajar el mal.
R. Es increíble. La tortura es algo tan vergonzoso, pero es aún peor si se convierte en la política oficial de una democracia. Es una contradicción y es inaceptable. Los franceses torturaron a sus enemigos en la guerra de Argelia. El Gobierno argentino torturó a sus enemigos. Pero nunca lo aceptaron públicamente.
P. Usted reproduce las indicaciones oficiales para que la tortura fuera más eficaz. En Abu Graib, por ejemplo, para imponer la democracia. El mal que surge del bien, dice usted.
R. La palabra libertad es tan atractiva que todo el mundo la utiliza. Los tiranos, cuando suben al poder, dicen que a partir de entonces la población será libre. Sin embargo, yo, que me crie en un régimen que explícitamente limitaba la libertad individual, me impresionaba que los partidos de la más extrema derecha europea usaran la palabra libertad en los títulos de sus discursos. Al poner esa palabra ahí se sentían con el derecho a pasar de las leyes y sus limitaciones. Pasaban del respeto a la vida y atacaban a sus enemigos de la manera más viciosa que existe. Lo mismo ocurre hoy con el liberalismo. Es una ideología que pretende que no haya más valor que la libertad individual, y no creo que eso sea verdad. Me gusta citar a un cura francés del siglo XIX (Henri Lacordaire) que dijo que tanto los ricos como los pobres, los poderosos y los que no tienen poder, son protegidos por la ley, pero la libertad los aprisiona. Creo que él logra condensar esta verdad en una sola frase. No es la libertad la que libera, sino la ley.
P. ¿Usted se siente solo o casi solo en esta apreciación de las amenazas que tiene la democracia en su propio seno?
R. No. Eso sería demasiado pretencioso por mi parte. Las guerras humanitarias o preventivas y sus componentes antidemocráticos han sido discutidas por una minoría de escritores, y existen libros que denuncian “el imperialismo humanitario”. El neoliberalismo y sus efectos también tiene muchos enemigos. Y el populismo también. Lo que he intentado hacer es dar una imagen global de esas amenazas de las que la democracia debe defenderse. Creo que el rol de los intelectuales no es seguir la corriente, sino perseguir la libertad, preguntarse por ella, y transmitir los resultados de su pesquisa. Y no tener miedo.


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