12 abr 2012

La ciudad y los cerros | Juan Goytisolo

En mis anteriores visitas a Venezuela en la década de los sesenta del pasado siglo —invitado primero por la editorial Monte Ávila y, después, como jurado del premio Rómulo Gallegos—, lo que atrajo más mi atención, y no se ha borrado de la memoria, es el trayecto en autovía del aeropuerto de La Guaira a Caracas: una ascendente sucesión de curvas flanqueadas de montañas y lomas en las que jirones de brumas desdibujaban apenas las laderas cubiertas de chozas de una audaz verticalidad compositiva, en precario equilibrio, superpuestas unas sobre otras.


30 años después, comprobé con melancolía la tenaz exactitud del recuerdo. Las casitas —los ranchos— se repetían de cerro en cerro, con su abigarrada mezcla de colores, en abrupto y casi milagroso desafío a la fuerza de la gravedad. El cinturón de miseria que rodea la capital sigue siendo el mismo. Chozas y más chozas de madera vieja y hojalata, como si la modernidad y el progreso del país en los últimos 30 años, fruto de su renta petrolera, engendraran como fatal corolario unos barrios salvajes, sin plan ni organización algunos, creados por la acuciante necesidad de los campesinos sin techo, atraídos por el espejismo del éxito y prosperidad de la capital.

La masa de inmigrantes que ni el oro negro ni las actividades comerciales promovidas por la expansión de la ciudad podían absorber, estaban en el brete de improvisar sus propias leyes, independientemente de un Estado que, a falta de poder integrarlos en el orden social y económico que encarna, les resultaba ajeno y hostil. La lucha por la vida —retratada en algunas novelas que leí a raíz de mis anteriores visitas— desembocaba inevitablemente en un escenario de violencia, alienación y marginalidad. Los cerros coloridos de los ranchitos, como las favelas brasileñas, se convirtieron así en reinecillos de Taifas, en zonas autárquicas e independientes del poder central.
Relector de Ibn Jaldún desde el comienzo de la llamada primavera árabe, me sorprendió gratamente el reciente y certero ensayo del arabista Gabriel Martínez-Gros, especialista en el gran historiador medieval, publicado en la revista Esprit con el título de L’Etat et ses tribus, ou le devenir tribal du monde en el que extiende su análisis contrastado de las actuales zonas sedentarizadas y tribales, controladas o no por el Estado, del mundo árabe a Iberoamérica. La dependencia de unas con otras articula en efecto los elementos contradictorios del progreso económico y de una violencia pandillera, originada por la marginación territorial y social, como las dos caras de una misma moneda: “El nivel de criminalidad verdaderamente inaudito en la América Latina de hoy desborda la explicación por el paro y la pobreza, por lo demás en retroceso. Muestra, sin duda posible, lo que cualquier habitante de una metrópoli latinoamericana sabe por experiencia: existen barrios y suburbios en los que la autoridad del Estado ha desertado casi por completo y en donde reinan las nuevas tribus, de escasa rentabilidad, pobres y armadas”.
El espectacular auge económico de Iberoamérica no anda reñido con la exclusión y tribalización de grandes sectores de la población, ni con la división de esta entre el territorio productivo urbano y el que segrega, como contrapunto a su riqueza: el de los arrabales que la circundan con una excrecencia imposible de erradicar. El fenómeno no se limita a Brasil y a los países de habla hispana y tiende a extenderse tanto en el mundo piadosamente llamado “en vías de desarrollo” como en el corazón de algunas capitales norteamericanas y europeas —las revueltas de la banlieu parisiense de 2008 son un buen ejemplo de ello—, pero en ningún caso la contraposición de la fuerza centrípeta del poder estatal a la centrífuga de lo expulsado a los márgenes se manifiesta de forma tan cruda como en Brasil, México o Venezuela.
La Revolución bolivariana de Chávez ha intentado romper el fatalismo de dicha dicotomía a partir de un socialismo sui generis mediante la creación de programas sociales —alimenticios, sanitarios, educativos, culturales— destinados a la población más pobre y vulnerable. Según el programa de Naciones Unidas para el desarrollo, Venezuela es el país con menos desigualdad entre pobres y ricos en América Latina y, conforme a los datos del Gobierno de Caracas, el número de aquellos habría descendido del 49,4% a un 28,8% desde que Chávez asumió el poder. Pero dichas cifras son discutibles y la prensa de oposición afirma que el 50% de los venezolanos viven en chozas o sin casa propia, como los que se hacinan en el extrarradio de la capital. Si el pueblo —la propaganda oficial habla de pueblo, no de ciudadanía—, tiene hoy acceso a los programas de comida y medicina gratuitas —un logro que ni la oposición puede negar— el hibrido de democracia y populismo de la Revolución bolivariana no ha alcanzado a desenclavar a la población de los ranchitos ni a ofrecerles una vivienda digna. Sus incuestionables mejoras se han hecho a cuenta del maná petrolero, sin crear las bases de un crecimiento estructural de la economía por medio de la diversificación industrial y comercial generadora de empleo.
Si proyectos como el metrocable o teleférico del cerro de San Agustín desde el que se puede atalayar como el Diablo Cojuelo la impresionante superposición de techos de hojalata, cabañas de bajareque con toda su gama heterogénea de colores, escuelas recién creadas con pintadas patrióticas, escalerillas a salto de pendiente y vertederos sin recogida alguna, son sin duda encomiables, mas serían necesarios una docena de teleféricos más para permitir a los centenares de miles de habitantes atrapados en los ranchitos el libre acceso a la ciudad, y aun así ello no eliminaría su endémica estructura tribal ni el altísimo nivel de violencia que engendra. El número de homicidios del área metropolitana caraqueña es uno de los más altos de América. Los chamos (chavales) de las colinas que rodean la capital actúan por libre en el territorio que controlan. Con fecha de 17 de marzo, el número de agentes de policía asesinados desde comienzo de año ascendía a 27. Si a ello agregamos la corrupción latente en la administración y el acoso a los opositores y a sus órganos de expresión, el panorama no es alentador pese al entusiasmo sincero de los militantes de la Revolución bolivariana con quienes conversé después de mis intervenciones publicas en la Feria del Libro.
La campaña electoral para los comicios del 7 de octubre promete ser dura. Si a los factores en juego que he enumerado a vuelapluma se añade el de incertidumbre sobre el estado de salud del Presidente, la por ahora previsible victoria de este en las encuestas no resolvería la dicotomía entre la ciudadanía urbana y la fragmentación tribal de los cerros. El discurso de Chávez al pie de la escalerilla del avión a su regreso hace poco de La Habana, conmovedor para muchos y autoparódico hasta la caricatura para otros, con sus reiteradas invocaciones a la patria, el pueblo, Dios, Cristo, Bolívar, Fidel, Marx e incluso Nietzsche evidenció el corte radical entre dos mundos opuestos. El plebiscito a favor o en contra del líder no resolverá, sino aplazará con precarios pero electoralmente rentables paliativos los conflictos que enfrentan a la sociedad venezolana. La belleza sombría de los cerros, envueltos en jirones de niebla, acompañará aun largo tiempo al viajero que asciende por la vía del aeropuerto con su mezcla increíble de miseria y grandiosidad.

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