30 nov 2011

La democracia como construcción | Entrevista a Guillermo O’Donnell por Fernando Bruno (Revista Ñ)

Guillermo O’Donnell se ha dedicado durante muchos años a estudiar temas vinculados al Estado y la democracia. Desde sus primeras investigaciones sobre el Estado burocrático-autoritario ha desarrollado diferentes conceptos teóricos que le han valido un gran reconocimiento de la comunidad académica local e internacional. Su nuevo libro Democracia, agencia y Estado. Teoría con intención comparativa recoge el trabajo intelectual de más de una década y se propone realizar “una crítica democrática a las democracias”, señalando fortalezas y debilidades con el propósito de aportar elementos que sirvan para la construcción de mejores prácticas institucionales. La motivación de este proyecto surge, según menciona el propio autor, de la constatación de que todavía se está lejos de una implantación plena de la ciudadanía en todas las sociedades contemporáneas.

El texto se sostiene sobre dos pilares fundamentales: por un lado, la idea de que el ciudadano, en tanto portador de derechos y obligaciones, debe ocupar en democracia un rol protagónico en la escena social y política; por el otro, la defensa del carácter abierto de la democracia y de las permanentes tensiones y disputas políticas inherentes a la delimitación de aquellos derechos y obligaciones. 

Acerca de estos temas y de sus diversas ramificaciones, O’Donnell conversó con Ñ . 

La concepción del ciudadano como agente ocupa un lugar central en su trabajo. ¿Podría definir sus características más importantes? 

El disparador de este libro es que, aunque hablemos de algo restringido como la democracia política o el régimen político, si uno mira con cuidado, descubre que ahí ya está puesto, por la legalidad que impone el mismo régimen político, un agente. Si a mí se me da el derecho, no sólo a participar libremente de reuniones y opinar, sino también a elegir y, sobre todo, a intentar ser electo, se me está diciendo, de una forma legalmente sancionada, que yo soy un agente: tengo la capacidad cognitiva y moral, salvo prueba en contrario, de participar en la toma de decisiones colectivas eventualmente respaldadas por la coacción del Estado. Ese es el núcleo fundamental de la democracia. A nosotros, ciudadanas y ciudadanos nos corresponde desarrollar y potenciar eso: actuemos como agentes, es nuestra responsabilidad y nuestro derecho. El hecho de ser titulares de agencia nos habilita a luchar por derechos.

La agenda de derechos por los que las sociedades luchan varía permanentemente. Por ejemplo, los derechos del trabajador, que hace doscientos años eran soñados, hoy son considerados indiscutibles. También lo son el derecho a no sufrir violencia en el hogar y los derechos a la identidad cultural. El derecho a la identidad sexual hasta hace poco era un delito, hoy es un derecho muy importante. 

No se puede limitar entonces a la democracia con una definición teórica cerrada y definitiva.

Una virtud de la democracia es que no hay forma de cerrarla, es un horizonte siempre abierto. Esto implica dos cosas: gran frustración, ya que no todos los derechos se realizan efectivamente en el presente, pero también esperanza, en la medida en que siempre será posible luchar por esos derechos. Este carácter abierto es el corolario más fuerte de la idea de agencia.

Yo siempre he creído, y creo, que una teoría política debe estar históricamente anclada: si uno se olvida de la historicidad y de las particularidades sociales se equivoca muchísimo. Siempre me pareció notable la creatividad continua en democracia, con retrocesos por supuesto. Cosas que no podían ser ni soñadas ni previstas en 1850, algunos años después se hicieron obvias. Pensemos, por ejemplo, en el voto femenino o en el voto campesino. Estas conquistas costaron muchísimo. Siempre aparecen nuevas cuestiones. 

¿Cuál considera usted que es la esencia de esas demandas?  

Todas estas demandas de incorporación política, de participación, de derechos, fueron demandas profundamente morales, siempre tuvieron un contenido moral importantísimo: “Yo soy un ser humano, y usted me debe reconocer como tal. Por eso tengo derecho a votar, a no sufrir violencia doméstica, etcétera”. Este componente moral no siempre es percibido por las teorías políticas y sin embargo, está en el centro de las democracias aun en los períodos en lo que uno mira alrededor y dice: acá no pasa nada.

Cuando yo empecé a escribir, en 1977 o 1978 durante el llamado “proceso”, acerca de las debilidades de estos regímenes detrás de su fachada, resalté que tenían quiebres internos, que existía una demanda de renacimiento, que había algo que en algún momento iba a emerger. Hoy en algunos lugares sucede algo parecido: en medio de dictaduras que uno imaginaba que eran sólidas como rocas, se abren demandas morales de reconocimiento. De pronto confluyen y despiertan muchos sectores que hasta un cierto momento estaban incomunicados. La creatividad humana, la capacidad de defensa, de protesta, de crear reconocimientos, que después se pueden plasmar en algo más concreto, es infinita.

Gran parte del libro estudia el rol del Estado. Quisiera preguntarle en particular por la relación que establece entre el Estado y la idea de nación. 

Hoy hay Estados-nación, de identidades y culturas homogéneas, pero también hay Estados plurinacionales, que incluyen diferentes nacionalidades cuya convivencia pacífica a veces es difícil de conseguir. Algunos países lo han logrado: Bélgica, España, Gran Bretaña. En otros casos, dan lugar a horrores, etnias o culturas dominantes que masacran y reprimen al resto de la población, que buscan homogeneizar al conjunto en una sola nación.

En el origen de los Estados-naciones pacificados de hoy hay una historia de violencia: los british contra los papistas y los cuáqueros; España contra los no-católicos; Estados Unidos contra los indios, los inmigrantes y los esclavos. Lo que hoy aparece como un Estado-nación pacificado tiene por detrás mucha violencia y mucha exclusión: estas naciones no nacieron pacíficamente. La existencia de Estados sin naciones en muchos lugares remite a esta cuestión una vez más, y realmente no hay una solución geométrica para esta situación. El tema es si se pueden descubrir o no formas de articular una convivencia en la cual la gente acepte o no vivir bajo el mismo Estado. Este tema está planteado hoy claramente en Bolivia. Las historias nacionales están constituidas por memorias y olvidos. El problema que resurge de vuelta a partir de la incertidumbre de la democracia es que esas historias pueden ser contrastadas. Hay, por ejemplo, historias de las masacres de los pueblos indígenas de los Estados Unidos que están surgiendo ahora. Lo mismo en el caso de las poblaciones aborígenes argentinas. Que eso se reviva y se reponga es fundamental. Por supuesto que siempre va a haber poderes que busquen idealizar la historia, sacralizarla. Es una de las grandes funciones del Estado: crear historias homogéneas y consensuadas.

¿Ese tipo de discurso homogeneizador del Estado continúa siendo eficaz en una época en que la población parece descreer bastante de sus instituciones?

El discurso del Estado sigue siendo muy eficaz. Las críticas apuntan más a sectores o segmentos puntuales del Estado y no al rol que cumple como homogeneizador de una cierta población, que podría sintetizarse en la fórmula “somos todos argentinos”. Creo que ese nivel de identificación es muy exitoso. En general, los Estados contemporáneos, salvo en los casos de grandes divisiones étnicas o culturales, son exitosos en ese nivel de aceptación. Esto se ve claramente en las competiciones deportivas: el fervor con el que los habitantes de todos los pueblos y de todas las culturas siguen al equipo de fútbol o al de básquet es notable, una manifestación muy fuerte de que a cierto nivel de identidad todavía son muy operativos.

Ese es un éxito muy grande del Estado moderno, que no existía antes del siglo XVIII o XIX. Muy ayudado por la democracia, porque históricamente todo gobernante le dijo a su pueblo “yo voy a gobernar para ustedes”, mientras que con la democracia pasó algo diferente, ya no sólo “gobierno para ustedes”, sino que “tengo que reconocer que el origen de mi autoridad son ustedes”. En ese punto la ciudadanía o el pueblo se convierte simbólicamente en el Estado: podemos decir “el Estado es nuestro”, porque los que mandan, los que deciden, reciben su poder de nosotros y no de Dios o de una dinastía. Esto lleva a un grado fuerte de identificación del pueblo con el Estado, con ese Estado que también es mío, y que, por supuesto, a veces también ha producido cosas horribles.

¿Cómo funcionan esas identificaciones nacionales en un mundo multicultural y poscolonial?

Las identidades pluriculturales, por ejemplo en Gran Bretaña, están surgiendo de una manera incontenible. En Francia y Alemania se da el mismo debate. En Argentina ha reaparecido últimamente –a causa de la ocupación del parque Indoamericano en diciembre, por ejemplo– el tema, muy desagradable, de la inmigración y la discriminación. Los fenómenos de migraciones actuales crean dos cosas: por una parte, diversifican las sociedades, pero, por otra, producen regímenes muy reaccionarios, que defienden una identidad que está siendo atacada. Los movimientos populistas en los países europeos son movimientos populistas de derecha que buscan la reafirmación de una identidad homogénea contra el resto. Esto augura problemas complicados y ciertamente el tema de los derechos de los extranjeros es uno de los desafíos de las democracias contemporáneas.

El último límite de la ciudadanía es el de la extranjeridad. Somos todos ciudadanos, pero somos todos ciudadanos nacionales. Sin embargo, existen situaciones de población en las cuales hay minorías muy importantes de extranjeros que van reclamando derechos, no sólo civiles y comerciales, que formalmente los tienen, sino también políticos. En varios países de Europa hay iniciativas interesantes, como que los extranjeros puedan votar en elecciones municipales. Este tema irá apareciendo cada vez con más fuerza. En cualquier caso, se está discutiendo el reconocimiento o la represión de la repluralización de una sociedad homogénea. El fascismo siempre está fundado en la exclusión: hay “otros” que hay que sacar de la escena o eliminar. Estos nuevos movimientos populistas de derecha tienen mucho de eso. Esos “otros” ahora son reconocibles porque tienen acento, porque se visten diferente; son más ubicables que, por así decir, un “subversivo” argentino en la década del setenta. Ofrecen un blanco fácil que va unido a la denigración y la difamación de las culturas. Surge entonces la pregunta acerca de en qué medida esos países van a aceptar una repluralización de sus sociedades. En Francia o en Austria, por ejemplo, hay en la actualidad situaciones muy complicadas. En la Argentina de golpe se abrió también esta situación.

Usted revisa también las nociones clásicas sobre la tenencia del monopolio de la fuerza por parte del Estado. 

En realidad, ningún Estado monopoliza completamente el uso de la fuerza. Lo que el Estado puede monopolizar es la autorización del uso legítimo de la fuerza. Todo Estado aspira, o dice que aspira a eso. Ahora bien, hay Estados que abdican de esa aspiración dejando que bandas o mafias usen violencia sin que el Estado ni siquiera aspire a controlarlas.

¿Cuáles son las consecuencias concretas del fraccionamiento territorial, que señala como una de las falencias de las democracias latinoamericanas? 

Latinoamérica tiene una larga historia de fraccionamiento territorial. En general siempre hubo un hinterland más o menos liberal mientras que el resto del territorio permaneció en condiciones precapitalistas de todo tipo. Se ha avanzado mucho, pero aún hay poblaciones enteras que están marginadas de la legalidad democrática. Este problema histórico se combina con la existencia de mafias muy organizadas y poderosas que le disputan la territorialidad al Estado. En este sentido, la tarea de construir democracia es también la tarea de construir un Estado.

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