30 abr 2011

Entrevista a Gonzalo Rojas, poeta chileno | Agustín Scarpelli (Revista Ñ)

Ese viaje estuvo signado por dos casualidades. En apenas tres días de estadía me encontré, en una esquina cualquiera, con la única persona que conocía (ese conocer que amerita un encuentro) en todo Santiago de Chile, y a quien le había escrito un e-mail hacía apenas diez minutos después de tres años sin hacerlo. La segunda persona con la que me encontré era un desconocido. Pero ¿cómo encontrar a un desconocido o, en todo caso, qué es lo que se encuentra en un desconocido? El hombre acababa de arribar al acogedor Hotel Olry y estaba asistido por un joven que parecía tenerle más cariño que respeto. Nos separaba el cristal de la ventana interna que divide el lobby del restaurante y, por su pequeña estatura, ni siquiera podía verlo de cuerpo entero. Sólo la nuca, una papada en la nuca; podía escucharse, además, el eco de una voz ronca y jovial que atravesaba el vidrio con dificultad. Era perceptible, además, cierta parsimonia en sus movimientos.
No lo reconocí de golpe sino de a poco, y mientras con sus pasos viejos el poeta –en ese momento tal vez el más importante poeta vivo de toda América Latina– iba camino al ascensor, una emoción parecida a la que podría suscitar la lectura de “El alumbrado” o aquel pasaje de “Carta para volvernos a ver” (“No te perdono, entiéndeme, porque no me perdono, porque el mar / –por hermoso que sea– no perdona al cadáver: lo rechaza y lo arroja como inútil estiércol.”) me impidió reaccionar a tiempo. Cuando por fin me repuse busqué confirmación entre los vecinos ocasionales: “mirá quién es”, dije con voz titubeante, como si ya fuera un espectro. Me respondió una voz con tono de broma: “¡¿Sartre?!”. Podía ser, sí, pero no.

Ahora –algunos días después de su fallecimiento, ocurrido el pasado lunes a causa de un accidente cerebrovascular– lo descubro: fue la gorra de marinero –“el límite de mi conciencia”, dirá el Premio Cervantes de Literatura 2003–, lo que me decidió a preguntar por Gonzalo Rojas y proponerle una entrevista. Fue él, sin embargo, el que llamó y propuso encontrarnos al día siguiente por la mañana. De buen gusto se sentó a desayunar fuerte y a charlar de todo aquello que sólo la palabra poética –que no por desbocada pierde el canto– permite nombrar: la mismísima puerta de aquel viaje que, por imposibilidad o cábala, nadie a vuelto para contar. Así, como hablando desde esa tierra virgen, como parándose ya del otro lado para recorrer la vida al revés, en busca de la infancia –de eso que para el poeta representan los caballos como símbolo–, este hombre que a sus más de 90 años vivía “un reverdecer”, arreó la charla a la voz de “¡rompa el juego!”.

¿Cuánto hace que volvió a Chillán? 

Vivo allí. “Vivo” es una manera de decir, pero vivo en el centro sur del país. Hay montañas. Hay un río que pasa por mi casa, donde me baño. Vivo allí hace unos 10 años, desde que murió mi última mujer, muy bonita e inteligente. 

Pero entonces a usted no le ha tocado en suerte el mismo destino que el de sus “personajes” o “motivos” poéticos, como sucede en “Qué se ama cuando se ama”: Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra / de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar / trescientas a la vez , porque estoy condenado siempre a una, / a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.

No, esa “una” tiene más bien un zumbido simbólico y mítico, pero no se trata de nada sentimentaloso (no es ese mi baile). Lo que sí he dicho es que el que no vive muerto de amor tiene que marcharse del planeta; por el hastío y el agobio que eso produce. La gente también cree, equivocadamente, que soy un poeta pornográfico, pero no. Me gustan las mujeres y, claro, levanto vuelo un par de líneas. 

¿Usted ha trabajado con distintos materiales e ideas de lo poético a lo largo de su vida? 

No sé. A lo mejor soy monocorde y obseso porque no creo en el gran desarrollo sino en la metamorfosis de lo mismo. Pero un poeta grande que se llamaba [César] Vallejo dijo, “no hay Dios ni hijo de dios, sin desarrollo”. La poesía es aire y es ventilación, pero también deceso humano; está abierto a toda temática y, a la vez, limitada.

Rojas pide un alto para comer, y come con alegría, con entusiasmo, sin apuro. Se interesa por los versos de este cronista, pregunta por su país y por su estancia en Santiago. La conversación conduce, entonces, hacia la filosofía.

Desde Nietzsche a Benjamin (gran lector de Baudelaire) pasando por Adorno o Heidegger (ambos “interlocutores” de Paul Celan) han recurrido a la poesía en busca de respuesta a algunas cuestiones fundamentales...

Al menos en Occidente, que es el mundo que respiramos nosotros, también sucede a la recíproca. Esos griegos inmortales, aquellos que vivieron del lado derecho del Mediterráneo, han demostrado que los grandes pensadores nacieron poetas y filósofos a la vez. Platón se ríe y se enoja con los poetas pero, en el fondo, él es un poeta.

Eso significa que la poesía, como la filosofía, tiene algo que decirnos también sobre la “materialidad” de la que está hecho el mundo.

Ya conoces de sobra la respuesta que viene en tu pregunta. La filosofía y la poesía guardan el guardar, te diría Heidegger, quien ha hecho unas anotaciones preciosas sobre el genio que se llamó Hölderlin. Un loco que muere loco. Aunque locura es una palabra discutible. El vivió a orillas del río Neckar después de haber escrito todas esas maravillas. Y fue desdeñado por el mismo Goethe (que divertido todo eso ¿no?). 

¿Qué licencias, si es que existe alguna, se permite después de semejante trayectoria? 

Yo escribo “respirantemente”. Es decir, el que no tiene trato con el aire –no con la ventolera, que es otra cosa bien distinta–, no tiene trato con nada de este mundo. El bebé sale llorando del vientre de su madre por culpa de ese encuentro virginal con el aire, de la misma forma que la criatura que muere, el joven o el anciano, exhala su último suspiro y el cuerpo ya empieza a secarse. 

¿El aire, a diferencia de los otros “elementos”, sería aquello que inaugura y cancela tanto una vida como un poesía? 

Te cuento una anécdota. Cuando volví a casa, luego de recibir el Cervantes, mientras estaba durmiendo en mi cama de hombre solo, una cama de palos que adoro (era julio y llovía) ocurrió de repente un percance mayor: me sobrevino una especie de arponazo; el aire se fue: ni entraba ni salía. Quedé anclado y seco en mí mismo. Sabía que eso era peligrosísimo, estaba entrando en el reino de la asfixia, que es un reino final. Salté de la cama y me fui al baño a tirarme agua fría en la cara. No tuvo efecto. No pensé mucho, porque uno en esos momentos no piensa reflexivamente. Luego, de regreso del episodio, que no duró tanto como para morir, pero casi, volví a descubrir el portento y el prodigio del aire. La poesía, como me gusta decir, es ese descubrimiento: un aire, un aire, un aire, un aire nuevo, que es menos para respirarlo que para vivirlo. En eso consiste el juego de poetizar y de vivir.

¿Cómo conoció a Mao?

En el año 1949, cuando Mao tomó el poder, dio el discurso político más bonito que habré oído nunca. Humilde ante sus soldados, dijo: “El mundo debe saber que China, esto es, la cuarta parte de la humanidad, se ha puesto en pie y no piensa prosternarse nunca más ante nadie”. Después, en el año 53, mientras estaba en Francia, recordé que había un pintor chileno viviendo en China, Venturelli, y le mandé un cable para que me consiga un pasaje. En Shanghai discutí con los escritores locales, sin estar de acuerdo, sobre si el pensamiento literario nacía del artista o era una construcción social. Por esa discusión, la noche del día anterior a mi partida, me fue concedido ver a Mao.

¿Cómo ve la nueva poesía latinoamericana contemporánea? 

La veo poco pero la huelo mejor. Desde México hasta Buenos Aires veo que la poesía está viva. No es cierto que esté cancelado el pensamiento poético. Los muchachos tienen su luz y están apostando al juego de respirar poéticamente.

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