26 feb 2011

Dictadores | Alfredo Jocelyn-Holt

Aunque paradójico, no hay nada más vulnerable que el poder, y eso porque, al final de cuentas, no significa nada. Puede que abuse, sea cruel, y despierte lo peor en quien cree que lo posee (esto de "poseer poder" es una tautología, un sin sentido), pero he ahí también su debilidad. No pasa de ser una creencia y además falsa, potente mientras dura (de nuevo un pleonasmo), pero que se hace nada en el aire cuando deja de fascinar, no se le teme, o cesa su necesidad.

Lo hemos visto estas semanas a raíz de lo que sucede en el Norte de Africa. Curiosamente, nada muy espectacular o dramático en términos convencionales: ningún asalto a mano armada a los palacios por turbas enfurecidas (el modelo "revolucionario" jacobino y bolchevique), ningún golpe de Estado por juntas militares (el modelo "gorila" latinoamericano), tampoco una gran conmoción con trasfondo religioso o seudo-religioso (las variables "mesiánicas" iraní y china). Parecido, quizás, al derrumbe de los ex países de la órbita soviética, aunque sea muy prematura la comparación.

Algo va mal: las últimas reflexiones políticas de Tony Judt | Pablo Moscoso

En 1919, en medio de las ruinas de la Europa decimonónica, el historiador holandés Johan Huizinga supuso que "cada época suspira por un mundo mejor y que cuanto más profunda es la desesperación causada por el caótico presente, tanto más íntimo es ese suspirar". Hoy en día, sin embargo, este adagio probablemente esté frustrado por un presente que, para muchos, proyecta una imagen triunfal, omnímoda. 

A contrapelo de esta autocomplacencia, Tony Judt en Algo va mal se propone resucitar este acto en apariencia tan trivial de anhelar un mundo mejor, preguntándose "¿por qué nos resulta tan difícil imaginar otro tipo de sociedad?". Nacido en Inglaterra, Judt desarrolló su carrera profesional en Estados Unidos y es autor de Postguerra, sin ambages, uno de los libros de historia más descollantes que se han escrito en el último tiempo. Murió en agosto de 2010 víctima de una esclerosis que lo tenía totalmente paralizado.

17 feb 2011

Tzvetan Todorov et l'humanisme critique - L'un, l'autre et quelques lumières | Thomas Lacoste

En esta entrevista, Tzvetan Todorov (linguista, antropólogo, filósofo e historiador) rememora su vida y las circunstancias históricas, intelectuales y políticas que motivaron sus estudios. A partir de una singular mirada humanista, Todorov analiza los abusos de la memoria, el totalitarismo del siglo XX, la violencia hacia los otros, el fenómeno de la inmigración, entre otros temas.

9 feb 2011

Les mutations du livre - Entretien avec Roger Chartier | Ivan Jablonka (La Vie des Idées)

Internet, e-book, projet Google: Roger Chartier, professeur au Collège de France, analyse ces bouleversements à la lumière de l’histoire. Une question inédite se pose à nous : sous sa forme électronique, le texte doit-il bénéficier de la fixité, comme les livres de papier, ou peut-il s’ouvrir aux potentialités de l’anonymat et d’une multiplicité sans fin ? Ce qui est sûr, c’est que la multiplication des supports éditoriaux, des journaux et des écrans diversifie les pratiques d’une société qui, contrairement à ce qu’on entend dire ça et là, lit de plus en plus.



Les mutations du livre - Entretien avec R. Chartier (1)
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Les mutations du livre - Entretien avec R. Chartier (2)
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Les mutations du livre - Entretien avec R. Chartier (3)
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Qu'est-ce que lire ? - Entretien avec R. Chartier (4)
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Qu'est-ce que lire ? Entretien avec R. Chartier (05)
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Qu'est-ce que lire ? Entretien avec R. Chartier (6)
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Entrevista al historiador Robert Darnton | Boris Muñoz (El Malpensante)

Hace pocos días usted confesó que ya no lee tantos libros como antes porque debe responder toneladas de correo electrónico. En una cultura cada vez más inclinada a lo digital eso no es extraño. Sin embargo, también dijo que para una lectura de placer prefiere la página impresa. ¿Podría profundizar en esa idea? Quiero decir, la lectura como placer y los libros como objetos de placer.

Mi respuesta me expone al peligro de sonar muy anticuado. Y quiero evitar ese riesgo asegurando que como director de la Harvard University Library estoy comprometido con todas las iniciativas digitales de las formas más variadas. De hecho, acabo de crear el Laboratorio de la Biblioteca para ponernos a la cabeza de las diversas técnicas y sacar el mejor provecho de las tecnologías modernas. De modo que soy un entusiasta de los medios electrónicos de información. Dicho esto, debo confesar que también soy un amante de los libros antiguos. Mira a tu alrededor... Tengo mi propia colección de libros franceses del siglo XVIII. Me encanta el papel viejo... tócalo. Puedes sentirlo. Se siente diferente. Huele diferente. Cuando lees un libro del siglo XVIII tienes una maravillosa sensación de contacto con el pasado. Así que también padezco de algo que los franceses llaman passeism, una fascinación por el pasado que me vuelve un passéist, alguien fijado en el pasado. Al mismo tiempo trato de ser un futurista, lo que puede sonar como una contradicción extrema, pero es divertido e interesante.

Gran parte de mis investigaciones tiene que ver con el rol del libro como fuerza de cambio en los inicios de la Europa moderna. Para entenderlo hay que estudiar el libro como un objeto físico: en panfletos, en octavillas, en volúmenes. Cada una de estas formas comunica un significado a través del papel, la tipografía, el diseño de la página y también por medio del frontispicio, las notas al pie, los apéndices. Todas esas técnicas que son conocidas como los paratextos. En mi último libro The Devil in the Holy Water or the Art of Slander [El demonio en el agua bendita o el arte de la difamación], un tratado de 700 páginas sobre los libros que atacaban figuras públicas como ministros, funcionarios y sus amantes en la Francia que va de Luis XIV hasta Napoleón, creo demostrar que esos libros eran bestsellers aunque estuviesen prohibidos. Lo que hago es ir a los archivos y leer tanto los libros prohibidos como los expedientes policiales sobre esos libros. No son libros caros; como nunca se consideraron alta literatura, se pueden encontrar en las librerías de viejo a precios módicos. Todo este rodeo es para responder a tu pregunta: encuentro que el contacto físico con libros de un pasado remoto es una verdadera inspiración. Trato de meterme en la mentalidad de las personas que leían esos libros hace trescientos años. No hay una máquina del tiempo que lo permita, pero si pescas las pistas en los mismos libros puedes comenzar a captar la actitud de los lectores. Luego buscas otras fuentes de información en diarios y documentos marginales, para confirmar las hipótesis que puedas tener. De modo que sí, amo los libros como objetos físicos.

No es un cliché comparar esta clase de pasión con el fetichismo.

No sé si sabes que hay un fabricante francés de libros electrónicos que hizo una investigación entre los lectores jóvenes de Francia, y lo primero que encontró es que a la gente le encanta el olor de los libros. Así que inventaron una suerte de banda que le pegas al aparato y desprende un olor a papel viejo mientras lees en la pantalla. Puede sonar ridículo pero es un ejemplo del apego que la gente tiene al códice, una invención contemporánea al nacimiento de Cristo. En lo personal, soy de los que creen que el códice como forma, es decir, como objeto que puedes hojear –pues está hecho de páginas, a diferencia del pergamino que es un libro que desenrollas–, es tan estupenda que ha sobrevivido más de dos mil años sin mayores cambios estructurales. De ahí el placer de leer libros: el sentido de contacto con el pasado y también la conveniencia de las cualidades físicas del códice.

Hay un placer añadido en coleccionar libros. Eso es algo que aún no resuelve el formato electrónico.

Los coleccionistas de libros son una especie muy particular. Aunque puede que en un futuro la gente coleccione mensajes electrónicos y e-books, algo que dudo, creo que esa consideración no constituye un argumento contra los libros, las publicaciones académicas y otras fuentes de información electrónicas. Insisto en la compatibilidad del libro impreso y el libro electrónico. Hay quienes argumentan que estamos en la era de la información y que todo debe ser digital. Eso es falso; no todo es digital ni debe serlo. No toda la información está disponible en línea y, paradójicamente, cada año se publican más libros en papel que el año anterior. Si bien creo que estamos en un período de transición hacia un futuro que será marcadamente digital, en nuestro presente la comunicación sigue definida, en buena medida, por lo impreso. Y pienso que eso es muy bueno, porque cada forma tiene ventajas específicas.

Me gusta mucho una idea que leí en uno de sus libros: las bibliotecas de investigación, es decir, las bibliotecas universitarias, son lugares para preservar el pasado y acumular las energías del futuro. Sin embargo, vivimos en un mundo en que el conocimiento llega cada vez más por vía electrónica mientras se aleja de esos santuarios. ¿Cómo entender el papel de las bibliotecas en el mundo actual?

Me temo que no estoy de acuerdo con que el conocimiento nos llega solo en línea. Quizás no dijiste “solo”, pero ése es mi punto. Vivimos en una era de medios mezclados, no solo la mezcla de lo electrónico y lo impreso, sino muchas otras mezclas como la del sonido y la imagen. Por ejemplo, una biblioteca de investigación como la de Harvard gasta millones de dólares en películas, grabaciones y recursos electrónicos. Vivimos en un mundo en el cual la información adopta distintas formas y las bibliotecas deben almacenar esa diversidad de soportes para ofrecer el servicio que tienen pautado. Eso no significa que las librerías vayan a dejar de comprar libros. Más allá de este tema, los formatos de información digital plantean serios problemas de preservación: los textos electrónicos son muy frágiles y su conservación es muy ardua. Un libro es una grandiosa máquina de conservación. Hasta que no resolvamos el problema de la conservación de los textos electrónicos, vamos a tener que imprimir los textos electrónicos importantes para estar seguros de que sobrevivirán. El mundo impreso y el mundo electrónico conviven en el mismo medio ambiente de información y debemos operar en el frente analógico y en el frente digital al mismo tiempo.

Qué piensa usted del contraste que hay entre las bibliotecas como lugares de la memoria y una sociedad marcada por la velocidad y la obsolescencia.

Una de las debilidades de la sociedad norteamericana es su escasa profundidad del conocimiento del pasado. Los norteamericanos tienden a vivir en el futuro. En el contexto actual de la velocidad de las cosas, se puede decir que esa tendencia trae ventajas y desventajas. Muchos estadounidenses carecen de una educación adecuada en historia, por lo cual, al analizar los asuntos del presente, les falta la profundidad que generalmente ofrece el conocimiento histórico. No soy la clase de historiador que piensa que se pueden aprender lecciones del pasado, al menos lecciones que se puedan aplicar. Pero sí creo que el conocimiento da perspectiva. Y ése es el papel crucial de las bibliotecas. Ahora, ese papel lo desempeñan y desempeñarán no solo apilando libros, sino también ofreciendo recursos electrónicos de investigación. Frecuentemente la gente no comprende que las bibliotecas son los canales por donde llega toda clase de servicios y recursos electrónicos. Cuando una persona recibe un mensaje electrónico da por descontado el resto del proceso sin preguntarse cómo sucede. Esto pasa gracias a las bibliotecas. No solo porque proveemos los servicios electrónicos, sino también porque ayudamos a la gente a orientarse en este confuso mundo. La sensación de confusión crece todo el tiempo y necesitamos tener guías que nos ayuden a encontrar la información relevante para llegar a donde queremos. Eso les da tanta o más relevancia de la que tuvieron en el pasado.

Leer es un acto muy distinto para las generaciones pasadas que para quienes nacieron en la era digital.

No tengo mucho talento para predecir el pasado. Tampoco intención alguna de ser un profeta del futuro. El pasado nos ha enseñado, sin embargo, algunas cosas sobre la naturaleza de la lectura. Solemos dar por hecho el acto de la lectura y asumimos que siempre ha sido lo que nosotros hacemos al pasar la vista sobre un texto. Pero, en realidad, la lectura es un fenómeno largo y complejo. Siempre está en movimiento. Por eso, en cierta medida, los chicos que están acostumbrados a la pantalla desde que nacieron desarrollarán diferentes hábitos de lectura. Aunque no sé cuáles son esos hábitos, sé de estudios que sugieren que los jóvenes están perdiendo la familiaridad con la lectura de “tapa a tapa”, es decir, la lectura de un libro de principio a fin. Su umbral de atención suele ser más corto y tiendo a pensar que la información que consumen les llega en nuggets, no mediante formas más extensas de información, y también por otras vías diferentes del libro. De modo que si la lectura se convierte en una forma más entre una extensa gama de la información, esos jóvenes están en peligro de perder una habilidad importante. Es un problema. No estoy seguro de cómo lo resolveremos, pero creo que hay esperanza. No trato de sonar como un Jeremías porque creo que parte de la solución viene del avance tecnológico. Por ejemplo, la máquina que hace libros por demanda, una máquina que permite bajar un libro de internet e imprimirlo en cuatro minutos. Es un libro de tapas blandas con un precio bastante accesible, que suele ser menor a diez dólares. Así que puedes imprimir cualquier libro disponible en una base de datos que tiene millones de títulos. Esto implica el uso de tecnología para ampliar las posibilidades de lectura del libro en una de sus formas más tradicionales, tanto en las bibliotecas como en las librerías.

Usted es un promotor apasionado de la Ilustración. ¿Por qué, a su juicio, la Ilustración es un concepto importante para el futuro?

La palabra “Ilustración” tiene dos acepciones distintas. La primera describe un período concreto de la historia (en esencia, la época de los enciclopedistas en Europa) y, por supuesto, no podemos analizarla de manera simplista. La segunda acepción entiende que se trata de un conjunto de ideales que, de una forma u otra, permanencen vigentes. Entre otros, la idea de una comunicación abierta y libre. Los líderes de la Ilustración creían en la palabra impresa como una fuerza liberadora. Pensaban que si uno podía expresar argumentos racionales, los imprimía, los hacía circular y promovía su lectura, se estaba promoviendo la libertad de la gente a la vez que se atacaban los prejuicios asociados con frecuencia a la creencia irreflexiva en sistemas ortodoxos como el catolicismo. Pero su afán de libertad iba mucho más allá del catolicismo. También creían necesaria la liberación de las desigualdades del ser humano: del hombre sobre la mujer, de los nobles sobre los burgueses, de los terratenientes sobre los campesinos. El mundo de la modernidad temprana estaba asediado por las desigualdades. La Ilustración fue un desafío contra el sistema de privilegios en el acceso al conocimiento y la cultura. Con frecuencia, los pensadores de la Ilustración estaban en desacuerdo entre ellos; sin embargo, creían en el efecto liberador de la cultura impresa. Yo creo que es posible adaptar esa idea al mundo electrónico. Lo verdaderamente importante de la cultura electrónica es que permite el acceso masivo a todo tipo de conocimiento. Con esto no quiero negar la existencia del llamado digital divide. Mucha gente en los países en desarrollo y en Estados Unidos no tiene acceso a Internet. Pero el potencial para poner a todo el mundo en contacto con el conocimiento está ahí. Y creo que en los próximos diez años veremos una expansión del acceso a lugares donde hasta ahora la tecnología no ha llegado, mediante centros de acceso que permitirán alcanzar toda la literatura mundial. Éste es un ejemplo de cómo, en un mundo en el cual sigue existiendo la desigualdad, el tránsito a la cultura puede ser democratizado. Tengo gran esperanza en la función democratizadora de la tecnología y ése es, a mi juicio, uno de los ideales de la Ilustración.

En un ensayo, “E-Books and Old Books” (“Libros electrónicos y libros viejos”), usted dice que la profecía de McLuhan sobre la muerte del libro no se hizo realidad sino al contrario: cada vez se imprimen más libros. Sin embargo, aparatos como el Kindle o el iPad introducen un cambio sustancial y masivo en la lectura y en la idea de libro como objeto material. ¿No se nos acerca el futuro de McLuhan, aun cuando cada año se impriman más títulos? ¿Puede el libro como objeto prevalecer en esta nueva-nueva era de la información?

Ciertamente, el libro puede prevalecer. Será parte de un amplio rango de medios, pero siempre ha sido así. En mis investigaciones sobre el siglo xviii en Europa, he encontrado que los libros eran importantes vehículos de la Ilustración, pero las canciones eran igualmente importantes, por no mencionar el chisme y otras formas del intercambio oral. Hoy tenemos comunicación por Twitter, blogs y todo tipo de medios diferentes del libro tradicional. Eso no tiene sentido discutirlo. ¿Pero es ése el futuro de McLuhan? No lo creo. McLuhan se concentraba en la televisión y en la noción de “medios calientes” versus “medios fríos”. El mundo digital, que no existía cuando McLuhan escribió La galaxia Gutenberg, puede ser considerado un mundo de medios fríos en vez de un mundo de medios calientes, si uno quiere usar sus categorías. Con esto quiero decir que es un mundo que involucra a un lector que lee un texto, no importa si ese texto es un twitt o no. Eso es muy distinto al tipo de contenido que McLuhan pensó que resultaría de la relación entre la pantalla televisiva y el espectador. De hecho, muchas formas de la comunicación actual son interactivas. Por ejemplo, la Web 2.0, que es la comunicación mutua a través de internet, es muy diferente de lo que él tenía en mente. McLuhan es, sin duda, muy entretenido de leer, aunque muchos de mis estudiantes no tienen idea de quién fue. Sus libros siguen siendo muy interesantes, pero el avance tecnológico lo ha dejado simplemente fuera de onda.

Como director de una de las bibliotecas más importantes en el mundo, usted estuvo cerca del Google Book Search, el proyecto para crear la más grande biblioteca digital en el mundo. Pese al entusiasmo general alrededor de esa iniciativa, usted alertó acerca de distintos aspectos que harían peligrar el libre acceso al conocimiento y la información. ¿Podría explicar brevemente cuáles son los problemas con ese proyecto?

Veníamos hablando del potencial democratizador de la tecnología. En ese sentido, una de las cosas que más admiro de Google es exactamente ésa. Su ambición es digitalizar, de acuerdo con lo que ellos mismos dicen, todos los libros del mundo. Obviamente, es imposible hacerlo, pero sí pueden digitalizar millones de libros. En este momento, tienen 12 millones de libros en su base de datos y todos los días siguen escaneando libros. Dentro de un año podrían alcanzar los veinte millones. Eso significa que aunque no puedan poner a disposición todos los libros del mundo, pueden ofrecer toda la literatura en inglés disponible en Estados Unidos. Las literaturas en otros idiomas podrían seguir esta tendencia. Es una idea noble, sin duda. Lo que me preocupa es que Google es una compañía comercial cuya primera misión es hacer dinero y responder a sus socios. No hay nada malo al respecto. Pero el objetivo de las bibliotecas es muy diferente. Eso lleva a una contradicción entre lo que se supone que hace una biblioteca y el propósito esencial de una compañía como Google. El asunto es si podemos resolver esta contradicción a través de algún tipo de compromiso. 

¿Cuál sería la manera de resolver esa contradicción?

Espero persuadir a Google de tomar su base de datos digital, compuesta por millones de libros, y transformarla en la National Digital Library. Por supuesto, debido a los derechos de autor, no podríamos hacerlo con libros que están actualmente en circulación, pero esta iniciativa incluiría todos los libros que son de dominio público y quizá muchos libros que están protegidos por derecho de autor pero se hallan fuera de circulación. Incluso, creo que se podría poner publicidad en estos libros digitales, pues de eso es de lo que realmente viven compañías como Google. Esto podría hacerlo sin lastimar a nadie, y ganándose el respeto y la admiración del público por su contribución al bien común. Sin embargo, Google no está lista para dar este paso y, de hecho, el acuerdo al que llegaron con los autores y los editores es apenas una forma de dividir la torta: 35% para Google y el restante 65% para los editores y autores. ¿Pero qué hay de los lectores y las bibliotecas? Hasta ahora no forman parte del acuerdo. De modo que si el acuerdo, como está, es aceptado por la corte donde ahora se discute –y pienso que no lo será–, Google Book Search puede determinar el futuro de los libros digitales. Como ves, es una apuesta muy fuerte. Por eso necesitamos garantías para evitar que se imponga un precio excesivo al acceso a las bases de datos digitales, pero también para protegernos de violaciones contra nuestra privacidad. Ya Google ha acumulado una inmensa cantidad de información sobre nosotros como individuos, que puede explotar. Imagínate cuando también sepa exactamente qué leemos. Ese elemento es muy poderoso cuando se lleva a la escala de una población entera. Y es solo uno de los muchos aspectos lamentables del acuerdo. No hablo por Harvard University, sino por mí. El acuerdo tiene el potencial real de democratizar el conocimiento, pero también podría crear una posición monopolística en el mundo de la información. Es un asunto demasiado importante, una potencial fuente de conflicto. Por eso siento que necesitamos resolverlo.

¿Es la democratización del conocimiento, en su opinión, un objetivo alcanzable en un mundo controlado en buena medida por las corporaciones privadas?

Pienso que sí, aunque puedo ser ingenuo: soy historiador y no un hombre de negocios. Cuando me ha tocado proponerle un proyecto a alguna empresa o institución, siempre me preguntan: “Bueno, dónde está su plan de negocios”. Yo respondo que soy un académico y no un empresario. Sin embargo, sé que tienen derecho a formular esa pregunta porque muchos de esos proyectos son grandes, complejos y costosos. El presupuesto de la Biblioteca de Harvard –que en realidad es una red con más de 60 bibliotecas– supera los 150 millones de dólares. Es una operación enorme, de modo que hay que llevarla de la manera más efectiva y económica posible. Así que me tomo muy en serio el hecho de que la realidad esté inmersa en el mundo de las corporaciones, pero eso no significa que no haya maneras concretas de hacer avanzar el bien común, pese a todos los intereses comerciales que lo rodean. Mi objetivo es crear en Estados Unidos esa National Digital Library que pueda poner todos los libros a disposición de todos los ciudadanos. Espero que llegue a ser una biblioteca internacional y forme parte de una red que ponga el conocimiento a disposición de todos. Suena utópico, lo sé. Pero creo que podemos crear la National Digital Library si persuadimos a Google, y a algunas fundaciones importantes de este país, de unirse en una coalición para digitalizar las grandes colecciones de libros, como la de Harvard o la Biblioteca Pública de Nueva York o la Librería del Congreso de Estados Unidos; de que financien la digitalización gradual de las colecciones completas pero haciéndolo de manera cuidadosa y apropiada, porque hasta ahora Google lo ha hecho como si fuera un buldózer cometiendo muchos errores. Esto puede llevar diez años, pero será algo para toda la humanidad. Además, estoy seguro de que no será excesivamente costoso. Se puede hacer, lo que falta es voluntad.

En su caso, parece ser cierto que es un entusiasta de la tecnología. Incluso tiene un libro electrónico.

He publicado un libro electrónico, he estado blogueando, he experimentado con artículos electrónicos y en este momento particular estoy escribiendo dos libros electrónicos. Uno de ellos me ha tomado mucho tiempo y tiene que ver con la publicación e intercambio de libros en la Francia del siglo XVIII. El otro ya está listo y será publicado en otoño por Harvard University Press. Es un libro acerca de canciones y poemas callejeros de París. En el fondo, es un estudio de la comunicación en sociedades orales. En las calles del París del siglo XVIII la gente tomaba las canciones del repertorio conocido y todos los días improvisaba nuevas letras para esas canciones viejas. Todo el mundo llevaba en su mente el mismo repertorio de canciones, de modo que cualquiera podía fácilmente escribir un verso relacionado con los temas de actualidad. Tengo pruebas al respecto porque la gente escribía los nuevos versos de las canciones en papeles y luego los transcribía en unos cuadernos de notas llamados cancioneros. Hay miles de estas canciones improvisadas en cancioneros que están disponibles en las grandes bibliotecas de investigación de París. Muchas de esas canciones, por ejemplo, hablan de crisis políticas, en particular de la crisis de 1749, cuando cayó el gobierno. Una de las cosas más peculiares era el sonido, es decir, el efecto musical de las canciones. Todas estaban escritas de acuerdo con la melodía, pero como esas melodías desaparecieron hace tiempo de la memoria colectiva de los franceses, nadie había escuchado las canciones. Sin embargo, gracias a una biblioteca especializada en música se pudo dar con las anotaciones musicales y reconstruir la melodía. Ahora, en París, una amiga mía, Elaine DuLavaud, que es cantante de cabaret, ha grabado las canciones con la música original. Con esto, el lector del libro podrá ir a su versión en línea y escuchar las canciones mientras lee la letra en francés y mi versión en inglés. Éste es un pequeño ejemplo, bastante sencillo, de cómo los medios impresos se pueden combinar con los medios electrónicos de nuevas maneras. Es como si pudiéramos escuchar el pasado, por así decirlo.

Su idea de un libro electrónico es la de un objeto que tiene muchas capas y que, en ese sentido, puede amplificar la lectura tradicional.

Sí, el otro libro que estoy preparando es mucho más complejo en esa medida, pues invita al lector a navegar a través de las notas y otras capas de significados e información. El lector puede sumergirse en niveles muy distintos de lectura. Por ejemplo, puede leer en un dispositivo como el Kindle o el iPad y acompañar esa lectura con una versión hecha en una máquina de impresión por demanda de un libro que contenga lo que le interesó a él, no a mí. La tecnología electrónica puede darle al lector un poder que lo vuelve mucho más activo a la hora de construir un argumento histórico.

En ese sentido, usted parece un seguidor de Jorge Luis Borges y su biblioteca de Babel.

Borges pensó en estas cosas hace mucho tiempo y se adelantó varias décadas a un fenómeno que nosotros apenas comenzamos a comprender.

¿Qué hace a los libros un artefacto de cultura tan duradero?

Parte de su indiscutible permanencia viene del hecho de que el libro es una máquina. Viene de la tecnología del códice. Es decir, es una máquina que comunica palabras de una manera muy efectiva, tanto antes como después de la invención de la imprenta. Los materiales con que ha sido hecho le dan una tremenda resistencia al tiempo. Este libro que tengo en mis manos tiene trescientos años y está en estupendo estado. Aunque el empastado pueda deteriorase más rápidamente, sus páginas aguantarán trescientos o cuatrocientos años más, lo que indica que los libros son el producto del desarrollo de una tecnología muy eficiente. La gente no piensa en eso y cree que los libros están ahí y punto. En segundo lugar, los libros pertenecen a nuestra cultura, están metidos en sus entrañas a tal punto que somos su hechura, somos culturas del libro. Hay que recordar que el códice acompañó la expansión del cristianismo, de modo que el libro está con nosotros desde el surgimiento del cristianismo. No estamos conscientes de cuán profundamente arraigados están los libros en nuestras vidas. El auge de la comunicación electrónica pareciera haber eclipsado esa familiaridad, dándonos lo que yo llamo una falsa conciencia sobre la naturaleza de la información y de la denominada sociedad de la información. Yo sostengo que toda sociedad ha sido una sociedad de la información. Solo que la información se transmitía en otras formas.

7 feb 2011

¿Qué es lo contemporáneo? | Giorgio Agamben

La pregunta que quisiera apuntar al comienzo de este [texto] es: “¿De quién y de qué somos contemporáneos? Y, ante todo, ¿qué significa ser contemporáneos?” Una primera y provisoria indicación para orientar nuestra búsqueda hacia una respuesta nos llega de Nietzsche. Justamente en uno de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes la resume de esta manera: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filósofo que había trabajado hasta ese momento con textos griegos y dos años antes había alcanzado una inesperada fama con El nacimiento de la tragedia, publica las Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las que quiere hacer las cuentas con su tiempo, tomar posición con respecto al presente. “Esta consideración es intempestiva”, así se lee al principio de la segunda “Consideración”, pues trata de “entender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo que la época está orgullosa, es decir, su cultura histórica, pues yo pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia pero por lo menos tendríamos que darnos cuenta”. Nietzsche coloca su pretensión de “actualidad”, “su contemporaneidad” con respecto al presente, dentro de una falta de conexión, en un desfase. Pertenece verdaderamente a su tiempo, es realmente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adapta a sus pretensiones, y es por ello, en este sentido, no actual; pero, justamente por ello, justamente a través de esta diferencia y de este anacronismo, él es capaz más que los demás de percibir y entender su tiempo.

Esta falta de coincidencia, este intervalo no significa, obviamente, que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que está mejor en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del marqués de Sade que en la ciudad o en el tiempo en el que le tocó vivir. Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero de todas maneras sabe que pertenece a él irrevocablemente, sabe que no puede huir a su tiempo.

La contemporaneidad es esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él pero, a la vez, toma distancia de éste; más específicamente, ella es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a través de un desfase y un anacronismo. Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella, no son contemporáneos pues, justamente por ello, no logran verla, no pueden mantener fija la mirada sobre ella.

En 1923, Osip Mandelštam escribe una poesía que titula “El siglo” (aunque la palabra rusa vek significa también “época”). Ella contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (vek moi):

Siglo mío, mi bestia, ¿quién podrá/ mirarte a los ojos/ y unir con su sangre/ las vértebras de dos siglos?

El poeta, quien tenía que pagar su contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, unir con su sangre la espalda despedazada de su tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos no son solamente, como fue sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también, y ante todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que la palabra latina saeculum significa en sus orígenes el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última estrofa de la poesía— está despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, representa esta fractura, es lo que impide al tiempo formarse y, a la vez, la sangre que debe suturar la ruptura. El paralelismo entre el tiempo —y las vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía:

Hasta que vive la criatura/ debe llevar sus propias vértebras,/ los flujos bromean/ con la invisible columna vertebral./ Como tierno, infantil cartílago/ es el siglo neonato de la tierra.

El otro gran tema —también éste, como el anterior, una imagen de la contemporaneidad— es el de las vértebras despedazadas del siglo y de su unión, que es obra del individuo (en este caso, del poeta):

Para liberar al siglo de las cadenas/ para dar inicio al nuevo mundo/ se necesita reunir con la flauta/ las rodillas nudosas de los días.

Se puede probar con la siguiente estrofa, la que cierra el poema, que se trata de una labor irrealizable —o, incluso paradójica—. No sólo la época-bestia tiene las vértebras despedazadas, sino también vek, el siglo que apenas nació, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere voltearse hacia atrás, contemplar las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:

Pero está despedazada tu columna/ mi estupendo y pobre siglo./ Con una sonrisa insensata/ como un bestia alguna vez flexible/ te volteas hacia atrás, débil y cruel/ a contemplar tus huellas.

El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? En este punto quisiera proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. ¿Pero qué significa “ver las tinieblas”, “percibir la oscuridad”?

Una primera respuesta nos la sugiere la neurofisiología de la visión. ¿Qué nos pasa cuando nos encontramos en un ambiente en el que no hay luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas justamente off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión que llamamos oscuridad. Por lo tanto, la oscuridad no es un concepto exclusivo, la simple ausencia de luz, algo como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si regresamos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino implica una actividad y una habilidad particular, que, en nuestro caso, corresponden a neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir sus tinieblas, su oscuridad especial, que, sin embargo, no se puede separar de esas luces.

Puede decirse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y que logra distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Sin embargo, con todo ello, no hemos logrado todavía responder a nuestra pregunta. ¿Por qué el lograr percibir las tinieblas que provienen de la época tendría que interesarnos? ¿No es quizá la oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y que no puede, por eso mismo, correspondernos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le corresponde y no deja de interpelarlo, algo que, más que otra luz se dirige directa y especialmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo.

En el firmamento que observamos en la noche, las estrellas resplandecen rodeadas por una espesa oscuridad. Dado que en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los expertos, necesita de una explicación. Es justamente de la explicación que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad de lo que quisiera hablarles en este momento. En el universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan fuerte que su luz no logra alcanzarnos. Lo que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja a una gran velocidad hacia nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos pues las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de la luz.

Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo, esto significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por eso, ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de valor: pues significa ser capaces no sólo de tener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino incluso percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente. Es decir, una cosa más: ser puntuales a una cita a la que sólo se puede faltar.

Es por ello que el presente que percibe la contemporaneidad tiene las vértebras rotas. En efecto, nuestro tiempo, el presente no es solamente el más lejano: no puede de ninguna manera alcanzarnos. Su espalda está despedazada y nosotros nos mantenemos exactamente en el punto de la fractura. A pesar de todo, por esto somos contemporáneos a él. Entiendan bien que la cita que está en cuestión con la contemporaneidad no tiene lugar sólo en el tiempo cronológico: está en el tiempo cronológico, algo que es necesario y que lo transforma. Y esta urgencia es la inconveniencia, el anacronismo que nos permite comprender nuestro tiempo en la forma de un “demasiado pronto”, que es también un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, incluso, un “no aún”. Y, al mismo tiempo, reconocer en las tinieblas del presente la luz que, sin que jamás pueda alcanzarnos, está perennemente en viaje hacia nosotros.

La contemporaneidad se inscribe en el presente y lo marca, ante todo, como arcaico, y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede ser contemporáneo. Arcaico significa: cercano al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado sólo en un pasado cronológico, él es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de actuar en éste, de la misma manera que el embrión sigue actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. La división y, al mismo tiempo, la cercanía, que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta cercanía con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Quien ha visto por primera vez, llegando al amanecer por mar, los rascacielos de Nueva York, rápidamente percibe esta facies arcaica del presente, esta proximidad con las ruinas cuyas imágenes atemporales del 11 de septiembre hicieron evidentes a todos.

Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no sólo porque, justamente, las formas más arcaicas parecen ejercer sobre el presente una fascinación particular, sino más bien porque la llave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así el mundo antiguo, al llegar a su fin, se vuelve, para reencontrarse, con sus inicios; la vanguardia, que se perdió en el tiempo, persigue lo primitivo y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de entrada al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que, sin embargo, no retrocede a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos vivir de ninguna manera, y al permanecer sin vivir, es incesantemente absorbido, hacia el origen, sin que se pueda alcanzar jamás. Dado que el presente no es otra cosa más que lo no-vivido de todo lo vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su demasiada cercanía), no logramos vivir en él. El cuidado puesto a esto no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, regresar a un presente en el que nunca hemos estado.

Aquellos que han intentado reflexionar sobre la contemporaneidad, lo pudieron hacer sólo con la condición de dividirla en varios tiempos, de introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Quien puede decir: “mi tiempo” divide al tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad: y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, de esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo pone en obra una relación especial entre los tiempos. Si, como vimos, es el contemporáneo el que despedazó las vértebras de su tiempo (o, más bien, percibió la falla, o el punto de ruptura). Él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el momento en el que lleva a cabo y anuncia a sus hermanos la contemporaneidad por excelencia: el tiempo mesiánico: el ser contemporáneos del Mesías, y que llama justamente el “tiempo-de ahora” (ho nyn cairos). No sólo este tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusía, el regreso de Cristo, que señala el fin, es verdadero y está cercano, pero es incalculable) sino que él tiene la singular capacidad de poner en relación consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio de la narración bíblica una profecía o una prefiguración (typos es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la humanidad recibió la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del Mesías, que lleva a los hombres hacia la redención y hacia la vida).

Esto significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de ponerlo en relación con los demás tiempos, de leer de forma inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene de ninguna manera de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede responder. Es como si esa invisible luz que es la oscuridad del presente proyectara su sombra sobre el pasado y éste, tocado por este haz de sombra, adquiriera la capacidad de responder a las tinieblas del presente. Algo más o menos semejante debía tener en mente Michael Foucault cuando escribía que sus investigaciones históricas sobre el pasado son solamente la sombra de su interrogación teórica del presente. Y W. Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que ellas alcanzarán su legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del “presente” sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, que dependerán el éxito o fracaso de nuestro seminario. 

2 feb 2011

"Para qué sirve Europa". Entrevista a Claudio Magris | Juan Cruz (Diario El País)

Cuando comenzamos esta serie le dijimos a Jorge Semprún, el intelectual español con el que la iniciamos, los nombres de los que iban a ser entrevistados en ella. Y al llegar a Claudio Magris, su colega italiano, Semprún nos dijo: "Ah, ése es un verdadero europeo". Y fuimos a ver a este "verdadero europeo" a principios de enero. Quedamos con él en su café habitual, en Trieste.

En la literatura (casi toda su obra está publicada en España por Anagrama) Magris es una celebridad; pero en este café que ahora está poblado de la niebla que ensombrece Europa y que es el preludio de una tormenta (real, no sólo metafórica), el autor de El Danubio es tan sólo un cliente, pero, por lo que se nota allí, es el más querido de todos los que frecuentan este local tranquilo. Como sus libros, él es una exhalación llena de inteligencia y de rigor; su capacidad para asociar unas referencias con otras hacen de El Danubio, sobre todo, una orgía de placer intelectual, un viaje inolvidable.

Viajar con él es acercarse a saber casi todo lo que sabe. Es, sin hipérbole, un sabio. Acaso esa capacidad para aprender, además, le ha dado el aire de un joven estudiante que también es profesor, conferenciante (acaba de hablar en la Fundación César Manrique, en Lanzarote), escritor. Pero, sobre todo, es un hombre que aprende. Lo cual facilita que nosotros aprendamos de él. He aquí parte de lo que nos dijo en esa esquina que el Café San Marcos le regala cuando va.

Pregunta. Dijo Semprún que usted es un verdadero europeo. ¿Qué es un verdadero europeo?
Respuesta. Creo que Semprún habla más desde la generosidad de la amistad que con la racionalidad de la justicia. Creo que alguien verdadero tiene que serlo sin programarlo, porque no se trata de un programa ideológico. Yo siempre repito que me ocurre con Europa lo que le pasaba a san Agustín con el tiempo: "Cuando no me lo preguntan sé lo que es; cuando me lo preguntan no sé lo que es". Lo mismo te pasaría a ti si te preguntaran qué es España: te sentirías incómodo porque no sabrías por dónde empezar... Hoy los problemas políticos o sociales, como el paro o la inmigración, tienen una dimensión europea. Si Alemania, Italia o España sufren una quiebra económica, eso repercute en cada uno de los países restantes. Sueño con un Estado federal europeo, descentralizado, porque cuando existe una realidad material, a ésta tiene que corresponderle una realidad también formal.

P. ¿Y qué caracteriza a esa Europa que le gustaría ver convertida en Estado federal?
R. Desde el punto de vista cultural, aparte de los problemas lingüísticos que me obligan a leer algunas cosas en idioma original y otras traducidas, la novela es desde hace tiempo europea, con sus diversidades. Tengo la sensación de que éste es mi mundo y no por eso es mejor o peor que otros... Si quisiéramos definir unas líneas tradicionales de lo que puede caracterizar una cultura europea, ante todo habría que hablar del acento puesto en el individuo. A diferencia de otras grandes civilizaciones que subrayaron la totalidad, las religiones europeas, en definitiva, el hebraísmo y el cristianismo, se plantearon el problema de la salvación individual. Hoy en día, a pesar de creer o no en una sustancia, el protagonista es siempre el individuo... Incluso en la filosofía, Kant proclama al individuo como el fin y nunca como el medio. Y en la literatura el individuo es el protagonista de todas las historias...

P. Así que el individuo es europeo...
R. Es un sentimiento muy europeo. La relación del individuo con el Estado es muy diferente aquí de la que se tiene en el otro Occidente, Estados Unidos. El concepto de welfare es constitutivo de esta mentalidad europea individualista que nunca llega a un total anarquismo salvaje. No se trata exactamente de valores, pero es algo que nos pertenece como europeos. Si nos trasladamos a un ámbito más particular, es evidente que la reacción ante un libro mío me interesa más si se produce en Francia o en España que en cualquier otro sitio. Porque éste es mi ámbito, yo soy europeo, me mueve la sensibilidad europea ante lo que hago. No existe un club de europeos, pero yo me siento así, no hace falta decirlo.

P. En esta serie, Hans Magnus Enzensberger decía algo parecido: vuelve a Europa y halla un aire común.
R. Se siente uno como en casa. Y no sólo por la distancia. Entre Nueva York y Madrid hay al fin casi tanta distancia como entre Madrid y Trieste, cambiando de avión.

P. Cuenta usted que, siendo niño, ya se le impuso la visión de una Europa posible e imposible al mismo tiempo. Como diría Borges, a usted se le dibuja Europa en el rostro.
R. Europa es extremadamente diferenciada; es obvio que entre los Países Bajos y Sicilia hay enormes diferencias, pero hay un contexto común, una cierta conciencia irónica. Hace años escribí un elogio del copiar, a partir de una anécdota protagonizada por un profesor de Milán que obligó a los chicos a escribir cientos de veces que no iban a copiar. Un amigo mío americano me hizo notar que si hubiera escrito ese elogio en Estados Unidos, me habrían acusado de ser poco serio, y me habría arruinado. Esta civilización europea te enseña al mismo tiempo a amar y a reírte de lo que amas, y a seguir amándolo. Éste es un hecho fundamental. En Europa a lo mejor hay mayor correspondencia entre lo aprendido en la literatura y la vida cotidiana. En Inglaterra, donde siempre hubo una tradición de humor, participé hace años en un congreso de crítica literaria, y ahí surgió el problema de la identidad y el yo. Cité a san Agustín y sus problemas con el yo accidental, que yo definí como psicológico. Y me llegó una larga carta de la persona que hacía las actas en la que me pedía que explicara mejor el uso de la palabra psicológico. Esto nunca hubiera pasado en España, porque habrían entendido que no me refería al yo del momento, que puede estar triste y alegre; lo tuve que explicar. Y eso no tiene que ver con la inteligencia de las personas, sino con un tipo de cultura. Es como cuando te piden que expliques un chiste: se convierte en un desastre.

P. Cita usted una frase de Novalis sobre la utopía... "¿Adónde os vais? Siempre a casa". ¿La utopía se puede cumplir en Europa?
R. El discurso de la utopía es muy complejo. Cuando escribía esas cosas existía la otra Europa, la que estaba excluida por el dominio soviético o por el desprecio occidental hacia el comunismo, que consideraba de segunda clase esa parte del mundo. Cuando fracasan las grandes utopías, aquellas que tienen una visión del mundo, siempre se produce una gran crisis. Creo que esta crisis será liberadora porque ninguna utopía es verdadera cuando pretende tener la receta para crear el paraíso en la tierra. Con el comunismo se ha visto que no era cierto que podía haber un mundo perfecto... Pero eso no significa que no debamos renunciar a esa utopía tan europea, liberal y democrática, de empujar para cambiarlo. El mundo tiene que ser de verdad mejorado, cambiado, sin pretender por ello que alguien tenga la llave mágica para producir esa evolución hacia la ansiedad que marca la utopía. Si hay una actitud opuesta a la mía es aquella que mantenían muchos revolucionarios extremistas que hace 40 años creían que la revolución iba a crear un mundo perfecto, y vieron que eso no ocurrió y se convirtieron en seres completamente reaccionarios. Uno de los días más hermosos de mi vida fue cuando Toni Negri, que había sido uno de esos revolucionarios, declaró su solidaridad con Berlusconi, por ser ambos perseguidos por la Magistratura. Fue el 5 de mayo de 2003. Lo sentí como un físico teórico que ve su principio confirmado.

P. ¿Y cómo ve ahora la posible utopía europea?
R. Soy muy pesimista a medio plazo y sigo creyendo que será muy difícil llegar a una verdadera cohesión. Será necesario renunciar al principio de unanimidad porque la democracia no es unanimidad, la democracia se decide por mayoría. Sólo el totalitarismo o el fascismo suponen que todos están de acuerdo. Habrá que potenciar las autonomías, en un sentido concreto, técnico. Desafortunadamente, Europa, tras haber sido amenazada por los totalitarismos, está ahora amenazada por los particularismos. Es una postura cerrada porque se ven sólo los intereses de una pertenencia étnica. Hay que salvaguardar el particularismo. Pero no a costa de enfrentarlo. Por ejemplo, ¿por qué defender el bable frente al castellano? Se lo ofende convirtiéndolo en una bandera ideológica. Yo siempre hablo en dialecto en Triste, y lo hago de manera espontánea, no ideológica, y no lo contrapongo al italiano. Hay un delirio de la fragmentación ahora. En Italia hubo una propuesta de sustituir el himno nacional por los himnos locales. Y pensé que entonces el presidente del Consejo de Trieste sería acogido con el himno de los borrachos, "Ancora un litro de cuel bon..." [Un litro más de vino bueno...]. Esto es un veneno, porque es una manera salvaje de rechazar al otro. ¡Y si el otro empieza en la periferia de Trieste, qué no ocurrirá entre Francia, Italia o España! ¡Imagínate si a esa lista sumamos Irán!

P. Esos particularismos son una evidencia desde hace rato en España...
R. Lo sé. En este momento en España están emergiendo ciertos particularismos que no están bien organizados. Obviamente, no apoyo el centralismo franquista, pero la reacción actual no permite seguir adelante. Si una región mira solamente hacia dentro de sí misma, no sólo daña a España, sino que daña a toda Europa. Cada uno tiene su identidad, que puede ser triestina o aragonesa, que hay que tomar en cuenta sin ese delirio de aislamiento que va en contra de la integración y del diálogo. Yo intervengo siempre para defender a los inmigrantes, pero una vez unos padres islámicos querían clases reservadas para los estudiantes islámicos. ¡Si yo hubiera pedido clases sólo para estudiantes católicos, hasta el bedel me hubiera echado a patadas!... No quiero que se me malinterprete: yo escribí sobre muchos microcosmos, visité pueblos en los que no viven más de 800 personas. Pero hay que ponerlos en valor sin hacerlo en detrimento de otros.

P. ¿Suponen esos particularismos un freno para el Estado europeo que usted alienta?
R. Claro que sí. Es un freno que impide, o por lo menos hace más difícil, la gran política, los grandes diseños. Las grandes realidades políticas del pasado siempre han tenido un momento creativo. Europa, naturalmente, nace en una época democrática y por suerte no a través de conquistas, sino de pactos, gracias al espíritu de la negociación. Estamos pasando por un momento de cansancio. Pero aunque estemos dando dos pasos hacia adelante y un paso y tres cuartos hacia atrás, creo mucho en los pequeños pasos.

P. Usted vive en un pueblo que tiene muchas fronteras. Hay que traspasar fronteras, dice usted, pero sin idolatrarlas. Ya no hay fronteras en Europa, ¿pero de veras hemos cruzado las fronteras?
R. No, yo creo que ahora hay otras fronteras. Cuando yo era niño había fronteras que no se podían cruzar y estaban a seis o siete kilómetros de este café. Hoy en día hay otro tipo de fronteras: sociales, culturales. En Trieste, por ejemplo, ya no hay una frontera con Eslovenia y con los eslovenos, sino con otros recién llegados, que no sabemos bien dónde viven. Por ejemplo, con los senegaleses existen fronteras invisibles que nos separan de ellos. No son fronteras de sangre, pero pocas veces se superan. Yo nunca he entrado de verdad en su país, en las casas, en los sótanos donde habitan. Ellos nunca llegan con sus hijos, pero los chinos sí vienen acompañados... Existen también fronteras morales que hay que mover constantemente porque cuando nos enfrentamos a otras culturas tenemos que dialogar, descubrir si alguna de nuestras fronteras ha de ser derribada. Pero existen otras fronteras que hay que defender con fuerza. Por ejemplo, si alguien pone en cuestión el derecho al voto de las mujeres, está claro que esa frontera no se puede traspasar... Me importan mucho estas discusiones sobre las fronteras. Ahora he estado en Perú, y no he podido cruzar la frontera de las favelas, porque no entré de verdad allí. Al contrario, cuando fui a Rumania pude entrar de veras porque me hospedaron los campesinos. En ese sentido me pregunto si lo que visité fue Lima, en Perú, o el Instituto Italiano de Cultura de Lima, la Universidad San Marcos o la plaza de Armas...

P. He apuntado muchas frases suyas relacionadas con el camino, con el viaje. Dice: "El camino es un maestro duro". Ha habido guerras civiles, mundiales... Menudo camino. Y hay desencanto...
R. Yo, al final, le he cogido simpatía al desencanto, que es la melancolía de la madurez. Descubrir que la vida no es perfecta no significa no quererla; descubrir que en cualquier historia de amor, incluso en la más perfecta, hay momentos difíciles tiene que ser vivido como algo que nos enriquece. Del mismo modo, en la historia de Don Quijote, que es un libro lleno de encanto, se trata de la capacidad de seguir creyendo que hay algo más allá de lo que se ve...

P. Cita usted mucho a san Agustín: "Yo soy quien soy". Lo dice también Don Quijote. ¿Y Europa sabe qué es? ¿Está yendo hacia sí misma o es una Europa nueva?
R. Ése es un gran problema. La tradición de Europa la convierte sólo en cultural, pero a veces la vemos sólo como una burocracia. Un político italiano que admiro, Segni, hablaba de una Europa del alma y no sólo de la Europa de la moneda. Si queremos dar a esta palabra alma un valor concreto, porque yo creo en el alma, diremos que el alma es una manera con la cual utilizamos la moneda con la que vivimos. El alma es la manera de entender la moneda si no se convierte en una abstracción espiritualista falsa. El peligro de Europa es que se crea que sólo se hace con los debates culturales; Europa se hace con las monedas y con las leyes. El espíritu de Europa lo creas cuando haces una ley; por ejemplo, una ley sobre los vinos que vienen de otros países. Si no lo concebimos así, aparecen dos Europas, una de la falsa prosa y otra de la falsa espiritualidad. En este sentido, la obra de Cervantes es una obra maestra porque Don Quijote solo no hace historia, ni siquiera la hace Sancho Panza. Son los dos los que hacen la historia.

P. Recoge usted de Rilke esta frase: "No se trata de pensar en victorias, sino que basta con sobrevivir".
R. La vieja sabiduría hasbúrgica. En La marcha de Radetzky, Joseph Roth le hace decir al emperador Francisco José que no amaba las guerras porque las guerras sí se pierden.

Todo por el pueblo, pero sin el pueblo | Nicolás Ocaranza


It is for us the living, rather, to be dedicated here to the unfinished work which they who fought here have thus far so nobly advanced. It is rather for us to be here dedicated to the great task remaining before us -- that from these honored dead we take increased devotion to that cause for which they gave the last full measure of devotion -- that we here highly resolve that these dead shall not have died in vain -- that this nation, under God, shall have a new birth of freedom -- and that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth.
Abraham Lincoln. The Gettysburg Address
  
Mucha tinta ha corrido para analizar, criticar y repensar el modelo político chileno postdictatorial, pero los argumentos siempre son complacientes a la hora de hacer un balance de una democracia cuyo principal objetivo es mantener la estabilidad social y el equilibrio entre los únicos dos conglomerados que pueden disputar electoralmente un lugar en el espacio político: la Concertación y la Alianza. La lógica del binominalismo, aceptada sin condiciones por ambas coaliciones en la etapa de negociaciones que asegurarían el tránsito pacífico y civilizado de la dictadura a la democracia reforzó aún más la lógica de una democracia bipolar, excluyendo a un sector de la izquierda que en ese momento había validado todas las formas de lucha contra el régimen cívico-militar.

Actualmente, cuando la Concertación combate contra su propia decadencia mientras intenta aparecer como una oposición abierta a la ciudadanía, las contradicciones del modelo político chileno se hacen evidentes. El senador democratacristiano Ignacio Walker, llama a refundar la Concertación apelando a su capacidad de “interpretar y representar a una nueva mayoría social y política, con clara vocación de mayoría y de gobierno.” Como bien lo grafican sus palabras, el conglomerado concertacionista se nutre permanentemente de un discurso autocomplaciente que apela a su supuesta capacidad de representar a la ciudadanía. Lo curioso es que el senador Walker saca a relucir esa vocación ciudadana en un momento de evidente disolución; a pocos días de que el Partido Radical anunciara su intención de abrir un diálogo con aquellos partidos y movimientos que no desean orbitar en torno a los dictámenes de una fuerza de centro como la Democracia Cristiana. La voluntad de los radicales por construir un Frente Amplio de Oposición ha despertado del letargo al sector más reaccionario de la DC, especialmente después que José Antonio Gómez –presidente del PR- diera por superada a la Concertación.

Este momento histórico es particularmente interesante, puesto que con la Concertación fuera del poder, el sistema binominal comienza a evidenciar sus  fisuras y su absoluta anormalidad. Así, las palabras del senador Walker en defensa del actual sistema político se vuelven sintomáticas cuando sostiene que: “La Concertación es un pacto de centroizquierda que se expresa en la convergencia entre la democracia cristiana y el socialismo democrático. Es la superación de la política de los tres tercios que tanto daño hiciera a Chile en medio de las convulsiones de la Guerra Fría, la polarización y el desencuentro que condujeron al quiebre democrático y la dictadura.” El juicio obcecado de Walker al modelo de los tres tercios no responde tanto a su oficio de politólogo como al miedo que despierta la posibilidad de un reordenamiento de los partidos en momentos en que la coalición opositora inicia un irreversible proceso de disolución. Pero la lectura de Walker también nos recuerda la manipulación histórica del Chile post-dictatorial que el discurso concertacionista ha construido durante dos décadas. El argumento utilizado es el siguiente: la Concertación canalizó el rechazo de los chilenos a la dictadura y aseguró un tránsito pacífico a la democracia; luego, legó cuatro gobiernos supuestamente exitosos y encausó un proceso económico modernizador acorde con las necesidades sociales del país.

Como bien escribió Orwell en su novela 1984, “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario.” Es por ello que esta coyuntura crítica obliga a los historiadores y también a los políticos a repensar los derroteros de un proceso de democratización que se sustentó en la exclusión de la disidencia, en la negociación a espaldas de los ciudadanos y en la legitimación de un modelo económico neoliberal. Basta recordar que antes del plebiscito de 1988 un sector de la entonces Alianza Democrática decidió excluir a un sector de la izquierda que dificultaba el diálogo e imposibilitaba llevar a buen término las negociaciones con el gobierno de Pinochet. Como se sabe, las condiciones para el retorno a la democracia fueron establecidas por la misma dictadura y aceptadas por la cúpula dirigente de la actual Concertación. A la exclusión de la izquierda se sumó la desconfianza hacia quienes veían con recelo las negociaciones con la dictadura y el dudoso triunfo de Patricio Aylwin en la contienda pre-electoral fue tapado con el fervor ingenuo del retorno a la democracia. 

Con esos antecedentes, no es raro que los concertacionistas más recalcitrantes conciban la democracia como un efecto de la homogeneidad. Pero lo  más preocupante de esa visión es que el ideal democrático se sustenta en la exclusión de todo aquello que se opone o cuestiona a esa pretendida homeneidad política. Suponer, como los concertacionistas habitualmente lo hacen, que solamente se puede construir una democracia excluyendo a la heterogeneidad que conforma el mundo social es una ficción política que ni el monopolio de la moral de los derechos humanos ni del progresismo pueden sostener.  

No se crea una democracia social excluyendo la complejidad de lo político. Al exluir la complejidad que toda democracia posee, se establece que la idea de igualdad política se funda, única y exclusivamente, sobre un principio de identidad y homegeneidad. Esa visión patológica de la democracia, en la cual se confunde la igualdad política con la identidad y ésta con la homegeneidad, no sólo encubre una realidad social y política mucho más compleja que el mundo bipolar en que se mueve el sistema político chileno, sino que deja la puerta abierta a que la ciudadanía cuestione la uniformidad discursiva y reclame de una vez por todas su soberanía.

No es raro que uno de los principales dirigentes concertacionistas ahora apunte a la ciudadanía como único salvavidas de una coalición que se disuelve lentamente frente a nuestros ojos. Lo extraño de todo es que si la historia nos demuestra que fue la ciudadanía la que recuperó la democracia en las urnas confiando su futuro a la Concertación, ésta haya gobernado durante cuatro gobiernos consecutivos por el pueblo, pero sin el pueblo. Las palabras del senador Walker son el fiel reflejo de una lectura politológica comprometida con su propia causa partidista y su interpretación histórica no es más que una reacción instintiva del patológico ofuscamiento que aqueja a su coalición. 

En ese sentido, la Concertación sólo puede vivir de su propio relato histórico pues no posee un proyecto político y social más allá de su aspiración al poder. Es por eso que el senador Walker realiza una interpretación histórica para impedir la transformación del conglomerado. Y es por eso que algunos dirigentes e historiadores concertacionistas han realizado un esfuerzo sistemático por cooptar la historia reciente para luego convertirla en una verdad oficial o en una herramienta útil a sus propios intereses (véase Cien años de luces y sombras, Santiago, Taurus, 2010; libro que compila artículos de Ricardo Lagos Escobar, Manuel Antonio Garretón, Sol Serrano, entre otros). Otra prueba de ello es la biografía oficial del ex presidente Ricardo Lagos que en estos momentos escribe un equipo de noveles historiadores. Estos complejos cruces entre historia y política nos remiten a la lúcida crítica que Orwell hiciera a los gobiernos totalitarios al afirmar que “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Afortunadamente, la democracia, como la pretendemos otros, es mucho más que un discurso histórico sobre la gobernabilidad; es, como bien lo recuerda Pierre Rosanvallon en su cátedra del Collège de France, la experiencia histórica de un ideal político en permanente cambio cuyo verdadero motor siempre será la soberanía del pueblo.